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Agapito Maestre

Vergüenza y culpa

la tarea moral que le queda al profesor Peces-Barba por delante no es baladí: primero, lograr el sentimiento de la vergüenza; después, la cristiana tarea de asumir la culpa

Ayer sonreí frente al abismo. Ayer me sentí profundamente ridículo. Ayer toqué un sentimiento más íntimo que la vergüenza, la culpa. Primero oí unas palabras de lamento de una mujer fuerte, una heroína, una ciudadana española en Vascongadas. Gracias a ella conseguí no sentirme ridículo frente al terrorismo. Pero, después, observé que la queja de esta mujer me obligaba a entender el mal, a comprender su origen para atajarlo.

Todo ese rodeo para hablar de una víctima del terrorismo, de una ciudadana ejemplar, que me muestra con su vida el camino para ser un buen ciudadano. Y es que no es fácil de decir bien cosas difíciles. ¿Cómo describir la sensación que uno tiene al ponerse en la piel del otro? Pongamos que uno se pone en la situación de Peces-Barba, cuando Pilar Elías, la viuda de Ramón Baglietto, asesinado por un pistolero de ETA, le recrimina al Alto Comisionado de las Víctimas del Terrorismo que no se ha preocupado por ofrecerle una palabra de aliento, de solidaridad, de calor humano, a pesar de que un día sí y otro también el criminal, el asesino de su espeso, ya fuera de la cárcel, la desafía todos los días con la mirada.

El experimento, sin duda alguna, es complicado, incluso podemos fingir que duro, pero es necesario hacerlo para captar una carencia, una puñalada, a un de las bases de nuestra civilización: la vergüenza. Este hombre no tiene vergüenza, o sea, ese sentimiento de su propia dignidad para ejercer el cargo de Alto Comisionado de las Víctimas. Contrasta, sin embargo, la dificultad de ponernos en la piel de Peces-Barba con lo fácil que es identificarse con una mujer sencilla como Pilar Elías. Me pongo en su lugar y veo con precisión lo que los griegos llamaban némesis: el sentimiento de justa indignación ante las indignidades ajenas. Gracias a que Pilar Elías se indigna, siente vergüenza ajena de la actuación de Peces-Barba, éste podrá algún día, esperemos más pronto que tarde, sentir culpa, que es, dicho sea de paso, el otro gran sentimiento sobre el que se sostiene nuestra civilización.

Alcanzar, sin embargo, el sentimiento de culpa no es tarea de autómatas, sino de hombres con mucho valor, de gentes con el suficiente coraje de reconocer y rectificar los propios errores morales, aunque no existan testigos. En fin, la tarea moral que le queda al profesor Peces-Barba por delante no es baladí: primero, lograr el sentimiento de la vergüenza; después, la cristiana tarea de asumir la culpa. Adelante, profesor, las víctimas del terrorismo se lo ponen fácil; gracias a ellas, usted puede saber qué es la experiencia moral.

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