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Albert Esplugas Boter

La engañifa de la neutralidad laica

Si la educación estuviera genuinamente separada del Estado como la religión, no existiría un "ámbito público" donde el Gobierno se viera legitimado para dictar las normas.

Empecemos con una confesión: soy bastante ateo (no del todo, porque en el fondo quiero que Dios exista aunque no lo crea). Fui a un colegio concertado católico y ni las clases de religión, las misas esporádicas o los símbolos cristianos hicieron nada por obstaculizar mi agnosticismo creciente. El que no quería asistir a la eucaristía se quedaba en clase y se respetaban todas las sensibilidades. Dudo que algún ateo se sintiera ofendido u oprimido en aquel ambiente, aunque entiendo que se hubiera sentido más cómodo en otro. La mayoría de los padres que nos habían inscrito eran católicos y querían educarnos en ese ambiente. Los demás padres no religiosos consideraban que la confesionalidad de la escuela no era motivo suficiente para rechazar sus otras virtudes.

El Congreso se plantea ahora prohibir los símbolos religiosos en las escuelas. En principio la ley solo afectaría a los colegios públicos, aunque la Comisión de Educación ha recomendado retirar los crucifijos de "las escuelas", sin más especificación. Hasta ahí llegan las ambiciones de algunos. El argumento laicista es que los símbolos religiosos en las escuelas públicas son incompatibles con un Estado neutro y no discriminatorio. Los crucifijos son una herramienta adoctrinadora y el Estado no debe adoctrinar en ninguna religión.

Lo primero que cabe apuntar es que este problema no existiría si todos los centros fueran privados y autónomos con respecto al Estado. Si la educación estuviera genuinamente separada del Estado como la religión, no existiría un "ámbito público" donde el Gobierno se viera legitimado para dictar las normas. Eso debería servir de lección a los católicos liberales que defienden la educación pública: una vez cedido el poder al Estado no debería sorprender a nadie que políticos, burócratas y grupos de presión intenten imponer su propia agenda.

La controversia también ilustra el peligro del modelo de la escuela concertada o incluso del cheque escolar, propuesto a menudo como reforma que potencia la libertad de elección de los padres. La financiación pública de la escuela concertada es utilizada por algunos laicistas para defender la retirada de crucifijos en colegios como en el que yo estudié. Si, bajo un sistema de cheques, más escuelas privadas pasaran a ser subsidiadas por el Estado, el argumento se haría extensible a ellas y su indepedencia podría verse menoscabada.

La mayoría de los promotores de esta legislación parecen aceptar que la escuela privada debe quedar al margen, pero aún así su enfoque es tramposo: alegan neutralidad porque respetan la enseñanza religiosa privada pero simultáneamente defienden la casi total nacionalización de la enseñanza. El resultado es el mismo: la imposición de una educación laica a la inmensa mayoría de los alumnos contra la voluntad de muchos padres.

Los laicistas prohibicionistas consideran que la condición "pública" de la escuela exige aconfesionalidad. Pero, como señala Pascual González, hay muchos espacios públicos donde eso no se requiere. En la calle pública la gente puede vestir prendas religiosas, se celebran procesiones y fiestas, y se ponen cruces y otros símbolos a la vista de todos. Restringir esos usos supondría un atentado contra la libertad de expresión, y nadie vería ese ejercicio de "aconfesionalidad" como una medida neutral.

González intenta introducir una distinción arbitraria entre el "espacio público" y el "espacio institucional", sin explicar qué justifica la "asepsia simbólica" en uno pero no en otro. Sostiene que un crucifijo sobre el encerado de una clase contradice el principio de la libertad de conciencia que el Estado debe amparar, pero este argumento sólo es persuasivo si atribuimos al crucifijo el poder de convertir a los alumnos. Francamente, dudo que un mero símbolo colgando de una pared sea un obstáculo a la "libertad de elegir una opción religiosa o rechazarlas todas".

En cualquier caso, si la mayoría de padres en una determinada escuela pública quieren que haya un crucifijo, es razonable respetar esta preferencia. En las escuelas públicas donde haya una preferencia contraria, que los retiren. Es injusto que los padres religiosos que no pueden permitirse pagar una escuela privada (porque los precios son artificialmente altos en ausencia de un mercado competitivo) vean usurpado su derecho a elegir. En la actualidad la decisión de mantener la cruz o quitarla la toma el Consejo Escolar de cada centro. Esta aproximación descentralizada atiende mejor las preferencias de los padres que la imposición de una misma norma a todas las escuelas.

Dicen que "una pared sin crucifijo no ofende a nadie", pues no es confesional y permite a cada uno pensar lo que quiera. Pero esa neutralidad, comodecíaUnamuno, es una engañifa: una pared sin crucifijo invita ano pensaren Dios o en la religión, que es precisamente lo que quieren fomentar unos y evitar otros. No hay neutralidad, ambos quieren promover sus valores, y la mejor forma de acomodar las distintas preferencias es permitiendo que la gente escoja.

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