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Alberto Míguez

Arafat, solo y patético

Si finalmente Estados Unidos corta sus relaciones con Yaser Arafat, le retiran las subvenciones –pocas- que todavía le proporcionaban y lo borran como “interlocutor necesario” como hasta ahora lo clasificaban, el presidente de la Autoridad Nacional Palestina no tendrá más remedio que hacer las maletas e irse a su casa o al exilio.

Arafat ha hecho méritos suficientes para que americanos y europeos le retiren el saludo. El problema estriba en que sigue siendo “el único líder palestino con el que se puede hablar aunque es casi seguro que te engaña” decía con cierto humor un diplomático italiano muy bregado.

La pregunta que debían hacerse ahora la UE y Estados Unidos –ojalá concertaran posteriormente también la respuesta- es si este caballero sigue siendo imprescindible o puede ser sustituido por alguien más sensato y menos embustero. A lo largo de los últimos meses ha quedado muy claro que Arafat no controla a sus amigos ni domina a sus enemigos de la nebulosa terrorista palestina. Todos los grupos y grupúsculos ligados al islamismo radical hacen mangas y capirotes con sus consejos y prédicas.

Ni una sóla vez en los últimos dos años de violencia Hamas y el resto de las bandas terroristas palestinas escucharon u obedecieron las órdenes de alto el fuego emitidas por el “rais”. Ni siquiera sus subordinados de Al Fatah (no olvidemos que Arafat sigue siendo el “comandante supremo” de este grupo paramilitar que fundó hace muchos años) respetan sus decisiones.

De modo que el papel de “cortafuegos” que en un momento dado quiso jugar –y convenció a europeos y americanos que jugaba- resulta poco creíble. Prefiere el papel de bombero pirómano como hizo durante demasiados años. Arafat prefirió la aventura insurreccional a la lealtad negociadora. Nunca creyó demasiado en los Acuerdos de Oslo e intentó desnaturalizarlos para conseguir ventajas territoriales y políticas que sus interlocutores más moderados –Barak y Peres- fueron concediéndole mientras azuzaba a los grupos violentos para que reiniciasen la “intifada”. Y cuando hubiera podido lograr un acuerdo equilibrado en Sharm El Sheij con el aval de la comunidad internacional, escogió el portazo y la altanería.

Los frutos de esta estrategia están a la vista: cada vez más solo y despreciado por sus compatriotas que lo acusan de “traidor”, moderado y timorato, de vez en cuando emerge con un discurso heroico y ofrece su vida y “toda su sangre” (sic) por un Estado palestino independiente. Sus cada vez menos asiduos visitantes extranjeros escuchan las prédicas patéticas del anciano en su rincón de Ramala. Y cuando salen a la calle, contemplan el tremendo panorama después de la batalla, reflexionan sobre si es posible todavía hacer algo con este señor tembloroso y rodeado de policías que repite una y otra vez lo mismo mientras la situación de su pueblo es cada vez más desesperada y los tanques israelíes, vigilan.

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