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Alberto Míguez

¿Dónde estás, Max?

Ahora Zapatero acaba de llamarlo de nuevo para que se encargue de un asunto tan vacío como impracticable: la “alianza de civilizaciones”, una idea que el primer ministro iraní le propuso a José María Aznar y éste se fumó un puro

Conozco a Máximo Cajal desde hace treinta años y tal vez seamos amigos todavía, no estoy seguro, porque la política crea extraños compañeros de cama pero también enemigos obscenos. Viví en su casa de Guatemala semanas antes de que la embajada fuera asaltada por los esbirros del general Romeo Lucas y Máximo, Max para los amigos, estuvo a punto de morir en aquella masacre. Fue un excelente embajador y resistió la campaña de calumnias con que en este país se suele premiar a quienes se juegan la vida en defensa del Estado. Fue también un notable negociador con Estados Unidos cuando a González se le ocurrió “adelgazar” las bases de utilización conjunta en compensación con que España siguiera en la OTAN. Como es persona tímida, de carácter agrio y seguramente de bondad natural, cuando lo nombraron Subsecretario de Exteriores se creó más enemigos que Fernando Morán cuando era ministro, lo que ya es decir. Hasta ahora, todo normal. La Subsecretaría de Exteriores es un potro de tortura del que salen siempre trasquilados quienes por allí pasan. Que se lo pregunten si no a “Chencho” (Inocencio) Arias que también transitó por allí.
 
Cuando Felipe González lo nombró embajador en Paris tuvo el coraje –poco común entre las gentes de “la carrera”– de dimitir cuando ganó el Partido Popular las elecciones. Fue coherente aunque tal vez un tanto pasional en su gesto: algunas de sus compañeros se lo reprocharon porque, según ellos, un embajador está al servicio del Estado y no del gobierno. Puede ser pero Moratinos no lo hubiera hecho. Moratinos sirvió a los gobierno de Aznar con mansedumbre y obediencia hasta que ingresó en el PSOE, unas semanas antes del 11-M y se convirtió desde la poltrona de Exteriores en un crítico implacable de la diplomacia aznariana. A buenas horas, mangas verdes.
 
Cajal publicó hace unos meses un libro polémico sobre Ceuta, Melilla, Gibraltar y Olivenza donde sugería entre otras cosas la entrega de las dos ciudades españolas en el Norte de África al Sultán de Marruecos y aconsejaba olvidarse de la reivindicación gibraltareña. Pero el disparate más llamativo era convertir la villa española de Olivenza en una reivindicación territorial portuguesa urgente e inminente. Cajal no conoce Portugal, no habla una palabra de portugués y no tiene ni idea de tal “reivindicación”. Puesto a entregar, entregaría hasta El Escorial a los mongoles.
 
El libro llamó poco la atención y cabreó a melillenses y ceutíes. Zapatero lo destituyó entonces como asesor de Asuntos Exteriores y el pobre Cajal, que es más depresivo que un mono en invierno, se marchó a sus cuarteles de invierno.
 
Ahora Zapatero acaba de llamarlo de nuevo para que se encargue de un asunto tan vacío como impracticable: la “alianza de civilizaciones”, una idea que el primer ministro iraní le propuso a José María Aznar y éste se fumó un puro. A la ministra Ana Palacio le encantó la iniciativa e incluso se puso el chador en una memorable visita a Teherán.
 
Que una persona inteligente, culta, escéptica y con  gran experiencia diplomática, acepte este puesto de la mano de Moratero y Zapatinos, resulta sencillamente inconcebible. ¿Dónde te has metido, Max? ¿Qué hace un muchacho como tú en un sitio como ése?

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