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Alberto Míguez

El problema es Arafat

A nadie le ha sorprendido la dimisión de Abu Mazen y menos que a nadie, a Yaser Arafat, que la promovió con envidiable insistencia y feroz sectarismo desde el día en que su colaborador tomó posesión. Cuando Mazen intentó aplicar la llamada “Hoja de Ruta” (vaya palabreja) o itinerario para la paz, Arafat se dedicó desde el principio a obstaculizar sus esfuerzos, ponerle zancadillas y neutralizarlo. Años antes este viejo cocodrilo palestino había hecho lo mismo con el último gobierno laborista manejado por el dúo Barak-Ben Amí cuando éstos en Sharn El Cheik le ofrecieron más de lo que ningún Ejecutivo israelí hizo a cualquier líder palestino para salvar un proceso de paz que hacía aguas.

Pero a Yaser Arafat no le interesaba entonces la paz: lo que quería era el control total de la nebulosa política palestina y tal vez la derrota de quienes cometieron el error de dialogar con él sin balas en la recámara. No tuvo entonces escrúpulo alguno en lanzar la actual “intifada” cuyos resultados en víctimas, destrozos y catástrofes humanitarias son de sobra conocidos. Aquello condujo al triunfo rotundo de Ariel Sharon y la derecha israelí: un regalo envenenado cuyas consecuencias se están pagando ahora.

Arafat es en la actualidad la mayor amenaza para el proceso de paz entre israelíes y palestinos. Algunos —como Javier Solana, Mister Pesc, entre ellos— todavía no se han dado cuenta y siguen mareando la perdiz con aquello de que es el representante legítimo del pueblo palestino y por tanto el único interlocutor viable. Se entiende muy bien que al final ni israelíes ni americanos tomen en cuenta lo que los europeos dicen y no hacen en este endiablado asunto. Están hartos de tanta retórica porque hasta los más necios saben que mientras Arafat sea la única vía de negociación con Israel, no habrá nada que hacer. A las pruebas me remito.

Quien dentro o fuera de la camarilla que rodea al “rais” palestino intente avanzar en la Hoja de Ruta o simplemente frenar la locura suicida de Hamas, Yihad islámica o los “martires” de Al Fatah (controlados directamente por el propio Arafat), está perdido y al final, como le ocurrió a Abu Mazén, no tendrá más remedio que hacer las maletas, saludar y largarse con viento fresco. Arafat no quiere colaboradores sino, sirvientes: lo sucedido hace unas horas lo prueba cumplidamente.

Es obvio que mientras no sea desalojado de la Mukata y, sobre todo, del poder, ningún proyecto de paz, convivencia y estabilidad podrá avanzar entre israelíes y palestinos. Con las riendas de la autoridad palestina en manos de este individuo el futuro es más negro que el carbón. Algún día tal vez sus propios compatriotas se darán cuenta de ello y lo embarcarán en un navío como hicieron hace muchos años los libaneses. Mientras esto no suceda, las cosas irán de mal en peor para unos y para otros. Por ahora, Arafat asiste divertido al incendio que ha provocado convencido de que cuento peor, mejor. Para él y sus compadres, naturalmente pero no para el pueblo palestino ni para el israelí ni para nadie en la región.

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