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Alberto Míguez

El riesgo del oficio

Conocí a Julio A. Parrado hace algunos años en Nueva York y guardo de aquel muchacho callado, voluntarioso y modesto una imagen indeleble. Quería ser alguien en este oficio de perros que es el periodismo. No tenía prisa ni derrochaba esa ambición descarada y prepotente que algunos de sus compañeros de generación ostentan como una marca o una máscara.

Sabía que soportaba mal su parentesco con Julio Anguita, entonces un líder político conocido y apreciado incluso por la derecha: quería llegar por su trabajo y sus méritos, sin apoyos externos. La gente con que trabajaba, sobre todo en los pasillos de Naciones Unidas o en las calles de la gran ciudad, hablaban de él con simpatía y cariño.

Era discreto y tímido. Me contó que su primera vocación había sido el cine y que después vino el periodismo, la escritura. Teníamos gustos comunes, películas vistas diez veces, escenas y guiones admirados. Fue una conversación larga y amable.

Ahora me entero de que ha muerto en los confines de Bagdad por mal azar y sin ninguna necesidad. Julio quiso ir a la guerra porque creía que ese tipo de trabajo también se aprende. Le ofrecieron la oportunidad de estar sobre el terreno, como a varios cientos de periodistas de todo el mundo, y aceptó el envite. Contaba ayer su padre que no dudó, que fue Irak porque lo deseaba y que murió haciendo lo que quería y le gustaba: un privilegio poco común en un mundo donde casi todos trabajan en oficios que detestan, viven en sociedades que les repugnan y se resignan.

Todos cuantos andan metidos en este oficio saben que tiene riesgos, miserias y escasa grandeza, aunque desde fuera la imagen sea literariamente atractiva. Pocos son los que se han hecho ricos y famosos, salvo quienes supieron retirarse a tiempo o la vida los retiró: eso no se aprende en las escuelas o facultades de periodismo, lo enseña la calle, la vida, el tiempo. Y a veces lo que les falta a los periodistas es precisamente tiempo y ganas de reflexionar sobre su propio trabajo. Si lo hicieran más a menudo seguramente abandonarían el barco antes o se tomarían menos en serio su labor.

Supuestamente, la sociedad debería rendir tributo a quienes trabajan para abastecerla de informaciones, análisis comentarios, reflexiones, conocimiento en suma. Pero no es así: los periodistas se han convertido en visitantes indeseables, testigos incómodos, objetivos indiscretos. Esta mirada perturba e inquieta al poder y a todos los poderes. Se les admite a regañadientes en guerras y banquetes, entran por la puerta de servicio y son tratados por lo general como perros callejeros. Es un oficio melancólico y decepcionante, una escuela de escepticismo, una lata.

Julio A. Parrado sabía todo eso. Tal vez por ello no tuvo jamás lo que los franceses llaman “la grosse tête”, soberbia y prepotencia, un afán de protagonismo que otros buscan con afán desconsiderado. Quería hacer su trabajo lo mejor posible y ha muerto en el intento. Un caso de mala suerte, sin duda, pero también un privilegio.

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