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Alberto Míguez

La última frontera de Europa

Ceuta y Melilla sufren desde tiempo inmemorial el síndrome del abandono. Sus ciudadanos reprochan al gobierno de Madrid, a “la península” como dicen allí, que los haya dejado solos con la vecindad no siempre apacible de Marruecos. Tienen razón: a estas ciudades sólo acuden los políticos para pedir el voto o para ofrecer prebendas — casi siempre imaginarias— de modo que se entiende perfectamente que sufran las consecuencias de más de cien años de soledad y abandono ¿Cuánto tiempo hace, por ejemplo, que no pisa aquellas tierras un presidente del gobierno? Ni se sabe. ¿Cuánto que no lo hace un monarca o una reina? Pasemos un tupido (o estúpido) velo, no vaya ser que nos enteremos de que nunca fueron allí en el siglo pasado ni en el anterior.

Pero es que, además del abandono, los ceutíes y melillenses se encuentran agobiados por una frontera que hasta hace poco era un coladero. Pagan el pato de ser la última frontera de Europa por la que intentan colarse magrebinos y subsaharianos en busca de un lugar bajo el sol...europeo. Y a veces, demasiadas veces, lo consiguen, con el consiguiente quebranto para estos visitantes indeseables e indeseados.

España tiene todo el derecho a mejorar y fortalecer las fronteras de estas dos ciudades y debe hacerlo cuanto antes, aunque el “amable vecino del Sur” se cabree, que se cabrerá, eso es seguro.

Esta mejora y modernización debe ser, además, un claro aviso a los vecinos que siguen dale que dale con sus reivindicaciones territoriales. Y nunca mejor que ahora, porque ha bastado que desde Rabat se inventaran una crisis diplomática artificial y torticera —que, por cierto, encontró en bolas al ministro del ramo y al jefe del ministro del ramo— para que la algarabía anexionista sonara como en los mejores tiempos.

Con tales vecindades y tales vecinos se entiende perfectamente que los habitantes de las dos ciudades pidan al gobierno de Madrid algo más de atención y menos ambigüedad. Los compatriotas de Ceuta y Melilla son tan españoles como los de Teruel o Villalba. Hay que transmitirles un mensaje de confianza. Se lo merecen, y a España le conviene.

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