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Alberto Míguez

Silbidos contra La Marsellesa

Este sábado se celebró en el Estadio de Francia (Paris), el templo deportivo en el que el equipo nacional ganó el Campeonato del Mundo de 1998, la final de la Copa nacional entre los equipos de Bastia y Lorient. El ambiente estaba caldeado y antes de iniciarse el partido sonaron los aires de La Marsellesa, el himno nacional galo. Se produjo entonces un intenso griterío acompañado de silbidos procedentes del sector donde se hallaban instalados los seguidores del Bastia, uno de los dos equipos más conocidos de la isla de Córcega.

El presidente de la República, Jacques Chirac, que asistía al encuentro en la tribuna, se retiró indignado mientras el resto del público reaccionaba e insultaba a los aficionados corsos. Acto seguido, el presidente de la Federación francesa de fútbol se hizo con el micrófono y pidió disculpas al presidente por aquel agravio “indigno e imperdonable” al símbolo máximo de la República.

Lorient ganó finalmente el encuentro y la Copa. Los aficionados corsos regresaron a la llamada “isla de la belleza” hechos unas furias y portando sus pancartas, en las que aparecían, entre otras cosas, metralletas y frases a favor de la lucha armada de los nacionalistas del FNLC (Frente Nacional de Liberación de Córcega). No se produjeron detenciones ni enfrentamientos con las fuerzas del orden pese a que el ambiente estaba caldeado al máximo.

“Más votos para Le Pen”, comentó uno de los periodistas presentes en el Estadio. Meses antes, en octubre pasado y en el mismo campo, se produjo un incidente parecido: en el encuentro Francia-Argelia, cientos de jóvenes “beurs” (hijos de emigrantes argelinos, muchos de ellos con nacionalidad francesa) habían silbado también al himno nacional francés mientras enarbolaban banderas de la República argelina.

Todos los analistas políticos del país coincidieron en que aquel agravio gratuito e irracional proporcionó al “Frente Nacional” de Jean Marie Le Pen miles, tal vez incluso millones de votos en las elecciones presidenciales del 21 de abril, aparte de haber encolerizado a la inmensa mayoría de los ciudadanos que se sintieron agredidos. En aquella ocasión, el presidente Chirac, que también asistía al encuentro, no se retiró de la tribuna y prefirió aguantar el chaparrón. Muchos de sus correligionarios se lo reprocharon. Le Pen se frotó obviamente las manos.

Córcega sigue siendo para muchos franceses una herida abierta en el alma nacional y, por ahora, un problema irresoluble. Los nacionalistas violentos o aquellos que promueven la lucha armada constituyen una minoría insignificante (las elecciones lo prueban sistemáticamente) pero, como sucede en el País Vasco o en Irlanda del Norte, el griterío de unos oculta y silencia los sentimientos de la inmensa mayoría. Los corsos se sienten franceses y sólo un porcentaje ridículo de isleños apuesta por la independencia. Pero esa minoría aprovechó la oportunidad –y el encuentro Bastia-Lorient lo era– para provocar la cólera y el hartazgo de los ciudadanos franceses que desde su casa contemplaban por televisión la final futbolística.

Esta mayoría está literalmente harta de la violencia cotidiana que azota a la isla inspirada o ejecutada por los grupos armados nacionalistas, mezcla de clanes mafiosos y reaccionarios rurales. Pero lo que de verdad tiene hartos a muchos millones de franceses es la repetida y, al parecer, imparable violencia en los campos de fútbol, convertidos en campos de batalla sin ley ni rey. El paralelismo con lo que pasa a veces en España, Italia y el Reino Unido salta a la vista. El fenómeno es universal, por supuesto, pero en nuestros países está alcanzando dimensiones más que preocupantes.

El nuevo Gobierno francés tiene entre sus objetivos principales acabar con la inseguridad generalizada y frecuente en ciertas zonas urbanas o suburbanas. En este escenario de violencia creciente se inscribe naturalmente la que se produce aprovechando encuentros deportivos o artísticos. También ahí las leyes deben reformarse y los jueces y policías ser más severos. Es un clamor generalizado de toda la ciudadanía que los políticos deben escuchar si no quieren que se repita el “efecto Le Pen”. No harían mal también los políticos españoles en mirarse de vez en cuando en el espejo galo.

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