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Alberto Míguez

¿Sueño de una noche de verano?

Las recientes declaraciones de José María Aznar a un diario británico rechazando de plano que España renuncie para siempre a la soberanía sobre Gibraltar pueden haber servido para clausurar, al menos por ahora, el proceso negociador que desde hace un año mantenían España y el Reino Unido con vistas a una futura cosoberanía de la colonia. Pero el “quid” de la cuestión no se encuentra en estas declaraciones, bastante razonables por lo demás (ningún gobernante español podría decir otra cosa), sino en la exigencia británica de que España renuncie per in secula seculorum a una soberanía indeclinable y, además, el Reino Unido mantenga sobre la base militar su control ad aeternum (parece que a los británicos les van los latinajos). Fueron éstas las condiciones previas impuestas por el principal negociador inglés, el ministro Peter Hain, a Josep Piqué.

Como es bien sabido, los ingleses son negociadores temibles, pero todo indica que el ultimátum presentado por Hain a Piqué tenía otras intenciones: se trataba simple y llanamente de echar por tierra el proceso negociador en un momento en que la presión del lobby gibraltareño en las dos Cámaras y a nivel popular empezaba a tener un coste excesivo para el gobierno laborista de Blair. De modo que, una vez más, el “ministro principal” gibraltareño, Peter Caruana y el puñado de ultras, contrabandistas y traficantes que lo rodean parece haberse salido con la suya. Era de esperar porque nadie que tenga buena memoria y sentido común debería haberse hecho demasiadas ilusiones con este proceso negociador ya moribundo en el que Piqué y su homólogo británico, Straw se jugaban prestigio y credibilidad. Ambos salen un tanto maltrechos de este fracaso tras la euforia de los primeros encuentros.

Es obvio que para el Reino Unido sería conveniente sacarse de encima la pesadilla de Gibraltar que, en ingeniosa frase de la periodista Olga Merino se ha convertido en “una roca en el zapato” de Blair. Pero es obvio también que resolver el contencioso tenía para todos –españoles y británicos– un coste considerable. Blair no ha querido asumirlo y ordenó el cerrojazo. Ahora los gibraltareños siguen como siempre orgullosamente solos, aislados (pueden estarlo más, es cuestión de tiempo) y malhumorados. España debe reflexionar sobre esta negociación fracasada y actuar en consecuencia. Los gibraltareños pagarán el pato. No es tolerable que el Peñón siga siendo la madre de todos los tráficos ilícitos en la zona y que sus habitantes vivan a cuerpo de rey (es un decir, hasta los reyes pagan impuestos) aprovechando lo mejor de los dos mundos y regímenes fiscales.

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