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Alberto Míguez

Una dictadura amable

Este domingo, mientras los colombianos votan en primera vuelta quién será el presidente de la República que saque al país de la horrorosa guerra civil en que se debate desde hace más de cincuenta años, en un lejano país mediterráneo y árabe, Túnez (llamarle Tunicia, como estuvo de moda hace años era un galicismo prontamente denunciado por la Academia Española), los ciudadanos han sido convocados a un referéndum para consagrar la dictadura que desde hace bastantes años ejerce el general Zine El Abidine Ben Alí.

Se trata ahora de facultar al general Ben Alí para que pueda volver a presentarse por cuarta o quinta vez a la presidencia de la República, algo que hasta ahora prohibía la Constitución del país. Se trata, en suma, de convertir una dictadura a plazo en una satrapía vitalicia.

Túnez es uno de los países más represivos del mundo árabe y una de las dictaduras más feroces del Mediterráneo. Ambas cosas se dan con facilidad entre el Golfo Pérsico y el Atlántico, como si Islam y dictadura fueran términos homólogos. Ejemplos como el de Gadafi en Libia, Assad en Siria, Saddam Hussein en Irak o Mubarak en Egipto, para nada son excepcionales, por no hablar de los regímenes de Sudán y Mauritania, también militares y también islamistas.

La diferencia es que la dictadura tunecina tiene muy buena prensa en Europa –sobre todo en Francia e Italia– y se presenta como un régimen paternalista dirigido por un militar incorruptible y severo, amigo de Occidente y enemigo irreductible del terrorismo islámico.

La realidad es muy diferente. Túnez bate el tremendo record de presos políticos en el Magreb (más de dos mil, según fuentes de organizaciones humanitarias). No hay libertad de expresión, ni de reunión, ni de asociación y los partidos políticos legales tienen enormes dificultades para funcionar normalmente. El partido semiúnico, la Unión Constitucional Democrática, que es el del presidente, se limita a organizar actos de alabanza y homenaje al omnipresente dictador, cuya efigie se encuentra en todas las paredes, despachos, cuarteles, casas y cárceles como una especie de gran hermano ceñudo.

El general Ben Alí suele ser elegido o reelegido periódicamente jefe del Estado con el 99% de los sufragios (así sucedió en 1999, pese a que se disputaban la presidencia tres candidatos) y sus oponentes socialdemócratas, izquierdistas o islamistas pasan largas temporadas en la cárcel o están en el exilio. Periódicamente viajan a Túnez representantes de la Liga de Derechos Humanos, la Comisión Internacional de Juristas o la Internacional Socialista para asistir a las farsas jurídicas montadas por el régimen para juzgar a algún oponente. Sólo entonces aparece tímidamente en los medios de comunicación el carácter represivo del régimen. Una vez condenado y encarcelado el disidente, cae de nuevo el telón y Túnez desaparece de las televisiones y periódicos. Hasta la próxima.

El periodista Jean-Pierre Tuquoi (el mismo que publicó recientemente un libro sobre Mohamed VI de Marruecos titulado significativamente “El último rey”) describió hace años el horror cotidiano de la dictadura tunecina en un libro titulado “Nuestro amigo Ben Alí”, en el que se da cuenta de los excesos, torturas, crímenes y arbitrariedades del general-dictador, un individuo malencarado y tímido que antes de derrocar a su protector, el también dictador y “padre de la nación”, Habib Burguiba, había sido jefe de los servicios secretos a imagen y semejanza de otro dictador musulmán, el también general Pervez Musharraf de Pakistán.

Túnez es (o era, la cosa no está clara) un país relativamente próspero y estable, sin “pateras” ni islamistas asesinos como sucede en Marruecos y Argelia. Tal excepción es altamente apreciada por los países de la UE y por Estados Unidos. Nadie, por tanto, se atreve a pedirle al hierático general Ben Alí que liberalice o modere su régimen de terror, entre otras cosas porque eso facilitaría el acceso al poder de los integristas que, como en Marruecos, crecen y se desarrollan cómodamente en el seno de las dictaduras.

Creen ingenuamente europeos y americanos que protegiendo a los dictadores se impide la llegada del integrismo fanático. Pero esta teoría empieza a hacer aguas dramáticamente también en Túnez: hace unos días la organización Al Qaeda explosionó un camión cargado de combustible al lado de la sinagoga de Djerba, la bella isla turística, y asesinó a catorce personas, diez de ellas alemanas y el resto francesas.

El régimen tunecino empezó negando que se tratara de un acto terrorista y lo calificó de simple accidente, hasta que los policías alemanes enviados al lugar de los hechos descubrieron la verdad. Temía Ben Alí que la protección occidental flojeara por no haber evitado el atentado y que se descubriera algo, por lo demás evidente: son las dictaduras el mejor caldo de cultivo para el fanatismo islámico y no un valladar infalible. El caso de Argelia, un país vecino a Túnez, lo demostró sobradamente.

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