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Alberto Míguez

¡Ya era hora!

España y Marruecos venían negociando un acuerdo migratorio razonable desde hace meses. El gobierno marroquí arrastraba los pies y a cada propuesta española oponía una serie de objeciones tan abstrusas como complejas.

Creían algunos que el gobierno alauita (o, si se prefiere, el gobierno de la monarquía alauita) intentaba simplemente ganar tiempo. O, en el peor de los casos, proteger a las mafias de las pateras y la droga que siguen haciendo su agosto trasladando haschís y seres humanos a través del Estrecho de Gibraltar.

En principio, el acuerdo migratorio debería servir para que estas mafias disminuyeran sus actividades o desaparecieran. Nada es menos seguro. En primer lugar porque el número de aspirantes a la emigración supera con mucho los modestos cupos que el acuerdo prevé. En su inmensa mayoría, estas personas deberán recurrir a los canales ilegales para llegar a España. Y ahí entran, y seguirán entrando, las mafias.

Por otro lado, dadas las especiales condiciones políticas reinantes en el vecino del Sur y la corrupción generalizada que afecta a su Administración, creer que un acuerdo de estas características podría acabar con una vieja y rentable actividad, como la del tráfico ilegal de personas y droga, resulta un tanto ingenuo.

Bienvenido sea, por supuesto, el acuerdo. Pero partiendo de la base de que no constituye solución milagrosa para un asunto que debe ser extirpado por las propias autoridades marroquíes. En caso de que quieran. Y, hasta ahora, no han querido.