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Alberto Recarte

Abróchense los cinturones

Aparentemente, en España, no preocupa a nadie; es más, a muchos economistas y políticos les parece estupendo, porque ayuda a corregir tensiones inflacionistas y a que se note menos la subida del petróleo

La revaluación del euro frente al dólar y, de paso, frente al resto de las monedas del mundo, que procuran mantenerse o devaluarse ante la divisa norteamericana, causa preocupación en Francia y Alemania, incluso en el Banco Central Europeo, que no ha podido estar más contundente a través de su presidente el francés Trichet. Pero, aparentemente, en España, no preocupa a nadie; es más, a muchos economistas y políticos les parece estupendo, porque ayuda a corregir tensiones inflacionistas y a que se note menos la subida del petróleo.
 
Que los gobernantes franceses y alemanes se preocupen es lógico y legítimo. Pasar de exportar en euros cualquier bien o servicio de 0,85 €/$ a 1,30 €/$ en apenas un par de años, significa un aumento de precios, en dólares, del 53%, que es para quitar el sueño a cualquiera que tenga responsabilidades económicas o políticas. Porque, en la misma proporción, por supuesto, se han abaratado muchas importaciones de bienes y servicios procedentes de países del área dólar.
 
Las empresas francesas y, sobre todo, las alemanas pueden reaccionar ante esta presión competitiva del resto del mundo con distintas estrategias: la primera, rebajar los márgenes de venta –lo que repercute, obviamente, en el nivel de beneficios de las empresas–; la segunda, reducir el coste de la mano de obra, pagando menos o trabajando más horas –una fórmula que están aplicando algunos de los grandes conglomerados alemanes–; la tercera, invirtiendo más en equipos y tecnología más productivos –aunque haya que amortizarlos–; la cuarta, aumentando la calidad de lo que se vende y, la quinta, haciendo un esfuerzo por comercializar mejor, promocionando marcas, la logística de disponibilidad de los productos y extendiendo, además, la red comercial.
 
Retos como el que supone una subida de los precios de venta del 50% en menos de tres años, para bienes y servicios comercializables, que cada vez son más numerosos, suponen, en muchos casos, un revulsivo que se traduce en mejoras de la productividad, y la calidad de lo que se produce. De hecho, esa fue la experiencia alemana hasta la reunificación. Las presiones alcistas sobre el marco, desde la pacífica revolución de Erhardt y Adenuaer, se transformaron, por un equipo político de liberales en la economía y conservadores en la política, en incentivos a la modernización de toda la estructura productiva de Alemania desde principios de los años cincuenta. Después no ha sido así: el coste de la reunificación –que pagan los trabajadores en activo–, la extensión de los beneficios sociales, la reducción de la jornada laboral, la participación sindical en la toma de decisiones en las empresas y su reflejo, en el coste de las cotizaciones a la seguridad social y en la subida de los impuestos personales y societarios, han acabado con la competitividad alemana. Si a ese populismo económico se le suma la revaluación del euro, el resultado es dramático.
 
El riesgo de ser cada menos competitivos
 
Muchos de mis compañeros economistas liberales están encantados, sin embargo, junto con el desnortado gobierno español, ante la revaluación. Su tesis –la misma que cuando la peseta se revaluaba frente al marco y el resto de las monedas importantes a finales de los ochenta y principios de los noventa– es que este tipo de presiones cambiarias son positivas para el país, porque te obligan a ser más productivo, te fuerzan a hacer todos los movimientos correctos para modernizar la economía, y, además, abaratan las importaciones. Una tesis irrebatible, si el peso de los gobiernos fuera pequeño, su capacidad regulatoria mínima y hubiera libertad para negociar, a nivel de cada empresa, las medidas a tomar para hacer frente a retos de esa magnitud. Pero existen el gobierno, las regulaciones y los sindicatos y, por si fuera poco, los partidos políticos, que empezando por Izquierda Unida y terminando en el PP, no quieren ni oír hablar de reducción de gasto social, ampliación o flexibilización de jornadas laborales. Ni de reducción de impuestos, siendo el PP el único que, en este tema, tiene una posición clara y positiva para mejorar la productividad y competitividad de la economía.
 
Pues bien, si esa es la situación, si nuestros precios, en España, suben más que en el resto de países de la zona euro, si resulta que competimos más en precios que en marcas o calidad –con numerosas excepciones afortunadamente–, corremos el riesgo de ser cada vez menos competitivos, porque con un euro a $1,30 lo más sensato es importar casi todo y cerrar los centros de producción nacional de lo que sea.
 
No importa, siguen diciendo mis amigos liberales, eso no será necesario; primero, porque nuestros principales mercados de exportación están en Europa, donde todo se cotiza en euros, y eso, en gran parte, nos inmuniza de la competencia de lo que se venda en euros. Lo cual es un argumento falaz, en mi opinión. Porque en Europa, aunque la moneda en que se comercie sean los euros, la globalización es un hecho, y para cada bien o servicio hay competencia de terceros países en la moneda que sea, pero  siempre del más barato, porque en igualdad de calidad y prestaciones, el factor clave es la globalización. Segundo, dicen, no importa, porque si el gobierno español no reacciona de alguna manera, habrá una crisis que resultará en una parálisis económica y pérdida de empleo y entonces sí reaccionará. Eso sí, habrá que aguantar la crisis, pero será benéfica. Esos mismos economistas siguen sosteniendo, hoy, que fue un error permitir –como si se pudieran controlar los mercados de cualquier cosa, incluidas las divisas– las devaluaciones de la peseta. Afirman, en círculos reducidos, que si el gobierno socialista hubiera aguantado, en su época, aunque el paro hubiera subido por encima del 30%, se habrían hecho reformas que habrían convertido a la economía española en una de las más productivas del mundo. Y con esta feliz conclusión defienden, hoy, la revaluación del euro como un movimiento sin importancia.
 
Esos mismo economistas, de formación básicamente financiera, no se plantean que hay gobiernos que son capaces de aguantar un paro del 30% y no tomar decisiones, porque creen que lo que les va a hacer perder las elecciones –lo que de verdad les importa– son las medidas que tienen que tomar, no la crisis en sí, que siempre pueden atribuir a la situación internacional, o a los asiáticos, que no pagan seguridad social y trabajan con horarios interminables, o a los países que emplean mano de obra infantil.
 
Yo creo que la función del economista es no sólo explicar el funcionamiento de los mercados, sino tener en cuenta cómo funcionan las instituciones de cada país. Y yo no veo a nuestro gobierno, el del PSOE, IU y ERC, capaz de tomar ninguna decisión que pueda mejorar la productividad y competitividad de nuestra economía y por eso me preocupa, todavía más que lo hace a los gobernantes alemanes y franceses, la revaluación del euro.
 
El sector exterior restará un 1,5% al crecimiento en el tecer trimestre
 
Por supuesto que nada es instantáneo. Que incluso revaluaciones del 50% son soportables durante un tiempo para empresas capaces de modernizarse; porque para todos los compradores, incluso para el que pueda cambiar un proveedor caro español por otro asiático, es difícil redefinir la logística, difícil asegurar la calidad y difícil lograr la continuidad en los suministros. Pero creo que las economías del euro se enfrentan, a partir de ahora, al reto más formidable que pudieron imaginar. Y lo que me preocupa es la calidad de los gobiernos de Francia, Alemania, Italia y, naturalmente, y sobre todo, de España. Porque es inútil creer que pueden manejarse los mercados: es tan imposible controlar el movimiento de las divisas –del dólar y el euro–, como difícil adivinar el futuro de los precios del petróleo aunque estarán, salvo catástrofe mundial, por encima de los 33 dólares / barril, en base a los cuales ha elaborado el gobierno su presupuesto para 2005.
 
Por todo ello, economías como la española, que, por primera vez desde 1988, soportan, por tercer año consecutivo, una moneda en revaluación, no tienen otra salida que la flexibilidad económica, laboral y comercial y un descenso drástico de los impuestos y gobiernos decididos a mejorar la educación y las infraestructuras. Y sólo veo un gobierno decidido a revivir la guerra civil y a imponer, autoritariamente, unos valores paganos a una sociedad mayoritariamente cristiana.
 
Además de la revaluación del euro, las empresas españolas están soportando una reducción adicional de su competitividad: la que resulta de tener una inflación mayor que la del resto de países del área euro desde que se fijaron definitivamente los tipos de cambio entre las monedas que nos integramos en el euro. La pérdida general, por esta causa, es del orden de entre el 7% y el 8%, pero en el caso de Alemania y Francia –nuestros principales socios y competidores comerciales –alcanza casi el 10%.
 
El anterior equipo económico del PP predijo para 2004 una mejoría de nuestro saldo comercial y de transferencias con el exterior. Ya he puesto de manifiesto en alguna otra ocasión que, según ese gobierno, el sector exterior restaría 0,6 puntos al crecimiento. A algunos nos parecía que 1 punto completo era más realista. Según los datos de que disponemos hasta este momento la evolución es incluso peor. En el tercer trimestre de 2004 el Instituto Nacional de Estadística atribuye al sector exterior una merma en el crecimiento de 1.5 puntos. El equipo económico del PSOE hace apenas tres meses incluyó en su cuadro macroeconómico para 2005 una espectacular mejoría del sector exterior, que volvía a restar sólo 0,6 puntos. En su mundo de fantasía y falsedad, las exportaciones españolas crecían mucho más que las importaciones.
 
Si se deterioran todavía más nuestras relaciones con el exterior –aunque no tengan la trascendencia inmediata de antes de la integración en el euro, porque sus efectos se dejarán sentir sólo de una forma paulatina, como una enfermedad sin síntomas–, ello nos indicará que nuestra competitividad se reduce, lo que se refleja ya en el poco crecimiento de nuestras exportaciones y en el fortísimo incremento de las importaciones, algo que ocurre no sólo por la subida de los precios del petróleo, sino porque empieza a ser más barato comprar muchas más cosas que antes fuera de España, como ocurría a principios de los noventa –cuando Solchaga y Solbes manejaban nuestra economía–. En segundo lugar, recordar que el saldo de nuestras relaciones con el exterior mide nuestra capacidad de ahorro, para atender a todos nuestros gastos, sean consumo, sean de inversión. Según los últimos datos, el déficit va a alcanzar, este año, el 4% del PIB, el desequilibrio mayor de toda la zona euro y del resto de la Unión Europea.
 
En este entorno se produce la revaluación del euro, que añade un tremendo –y no rebajo el calificativo– dramatismo a nuestra falta de competitividad. En este momento, por más que busque, no encuentro ninguna razón para mantener el optimismo, por eso les aconsejo que sean prudentes en sus decisiones y se abrochen los cinturones de seguridad.

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