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Alberto Recarte

El aprendiz de brujo

Endesa e Iberdola han renunciado a la fusión, poniendo en evidencia el exceso hiperregulador del Ejecutivo. Dejar insatisfecho a todo el mundo no significa estar haciendo una buena política de centro, como le gusta al presidente del Gobierno. Puede ser, simplemente, que se yerre en todos los campos.

Vaya por delante que el mal acuerdo del Consejo de Ministros sobre la fusión Endesa-Iberdrola tiene su origen en una peor decisión del ejecutivo sobre la propuesta de fusión Unión Fenosa-Hidrocantábrico. En él, además de negar la autorización, se establecieron unas normas arbitrarias que definían lo que tenía que ser el sector eléctrico en España, indicando incluso el tamaño y número de las empresas –cuatro— que podían intervenir.

Fue un buen ejemplo de constructivismo e ignorancia del papel del mercado pues, en las detalladas normas, se traslucía la falta de comprensión del papel que juega el empresario, que en cada caso se limitaría a cumplir lo estipulado por el ejecutivo. Nuestro Gobierno cree en la competencia –como lo hacen los socialistas de mercado—, pero no entiende el papel del empresario, un defecto típico de las teorías neoclásicas.

El Gobierno había pretendido un desiderátum: que se constituyera una gran compañía (pues utilizaría la liquidez que lograría con la venta de activos para disminuir deuda y expandirse en el exterior) pero que al tiempo no fuera muy poderosa internamente, para que hubiera competencia y, en este sentido, indicaba que le gustaría que se constituyeran dos nuevas compañías eléctricas, cada una con el 10% de los respectivos mercados. Al mismo tiempo ha vuelto a legislar sobre los CTC, para evitar la confrontación con Bruselas, aprobando una normativa que parece lógica desde un punto de vista contable y económico. Tantos objetivos, y tan diversos, significaban, casi, la creación ex-novo de un mercado, haciendo abstracción del que existe y de los problemas que tiene que encarar el sector y la economía española.

El primer riesgo de este énfasis –que no desaparece por la ruptura del acuerdo— en la hiperregulación, es que en España se repita la experiencia de California. Tras cinco años seguidos de fortísimo crecimiento económico, nuestro sistema eléctrico no será capaz de suministrar la energía suficiente si la demanda sigue creciendo a ritmos parecidos a los de los pasados años (en torno al 6%); este año nos ha salvado el aumento de la producción hidroeléctrica, pero no parece claro que las compañías estén poniendo suficiente énfasis en la rápida construcción de nuevas centrales –que serán de ciclo combinado— máxime porque, como ha ocurrido con el malhadado ejemplo californiano, el precio de venta al público está controlado por el ejecutivo, lo que crea enormes incertidumbres sobre la rentabilidad de inversiones a muy largo plazo, a lo que hay que sumar la pérdida de ingresos que supone el nuevo –e inevitable en mi opinión— tratamiento de los CTC.

La evidencia de lo que ha ocurrido en los últimos años sugiere que las compañías eléctricas prefieren gastar sus fondos en telecomunicaciones y comprar en otros países antes que invertir en España. La facilidad con que el sector eléctrico ha asimilados los descensos en precios al consumo impuestos por el gobierno para reducir la inflación, sólo se explica por la ausencia de nuevas inversiones –y de las correspondientes amortizaciones— en las cuentas de resultados de las compañías.

La segunda dificultad es que es inútil pretender que el sector eléctrico pueda ser nunca un sector competitivo más, en el que sea posible el acceso de nuevos competidores que luchen por ganarse nuevos clientes con mejores precios y calidad de suministro. El sector es un oligopolio con una empresa dominante y lo seguirá siendo en el futuro. La única posibilidad de que el sector cambie de naturaleza es que se establezca una interconexión efectiva y suficientemente amplia con Francia, lo que no parece posible a corto o medio plazo. La intervención y la regulación son, pues, inevitables, y los deseos de competencia, buenas intenciones.

Pero quizá lo más llamativo del esquema construcionista del ejecutivo era su decisión de que en el plazo de 14 meses se establecieran dos nuevas compañías, que se organizarían comprando los correspondientes activos de generación, distribución y clientes de las actuales Endesa e Iberdrola. Como si la creación, organización, gestión y estrategia de las empresas fuese una consecuencia automática de los deseos del ejecutivo plasmados en el Boletín Oficial.

Lo absurdo del intento era todavía más evidente cuando resultaba que se suponía que esas nuevas compañías estarían operando a finales de 2002, apenas dos años antes de que venciera el límite del 2005 que la nueva Endesa-Iberdrola tenía para poder aumentar su cuota en el mercado. Con este esquema, cabía la posibilidad de que hubieran surgido empresarios especuladores que hubieran comprado en el período 2001-2002 para volver a vender a Endesa-Iberdola en el 2005.

Y lo peor es la sensación de que el ejecutivo está dispuesto a seguir regulando por decreto el sector fijando precios, condiciones y cuotas de mercado, multiplicando el riesgo de repetir la experiencia californiana o de favorecer –por el otro extremo—, sin límites a las empresas del sector.

Un resultado perfectamente posible de este proceso de hiperregulación es que durante los próximos años no se construyan suficientes centrales, porque todas las empresas se seguirán dedicando prioritariamente a reordenar sus participaciones –ahora con Repsol— y, en consecuencia, habrá apagones y limitaciones en el suministro de energía y, quiérase o no –al final del proceso—, se producirán fortísimas subidas del precio de la electricidad.

Repsol va a tener la oportunidad de comprar Iberdrola con papel –pues liquidez no tiene— y, presumiblemente, los principales bancos, el BBVA y La Caixa, aprobarán la operación, con lo que es posible que en el sector eléctrico haya cuatro compañías –como quería el Gobierno—, pero no necesariamente más competencia, y al coste de una tremenda concentración de poder en un complejo empresarial dominado por esas dos instituciones financieras, ambas con lazos de dependencia del nacionalismo vasco y catalán.

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