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Alberto Recarte

Estado de emergencia

El préstamo del FMI, alrededor de 40.000 millones de dólares, no ha logrado disipar, en los tres últimos meses, las dudas sobre el peculiar sistema de organización económica argentino, centrado en una caja de conversión que garantiza la convertibilidad entre el peso argentino y el dólar norteamericano. De hecho, cada vez que hay un problema internacional, como la flotación de la moneda turca, o que la economía estadounidense da muestras de debilidad, o que Japón confirma su incierta situación económica, el crédito argentino se resiente y suben los spreads de los tipos de interés.

La falta de competitividad de la economía argentina, entre tanto, se agudiza porque sigue aumentando el gasto público, en particular el peso de los intereses, lo que junto al mantenimiento de una legislación sobre relaciones laborales al estilo español se traduce en la pérdida de vigor interno que, sin embargo, no se refleja en el tipo de cambio, que es fijo con el dólar.

Para intentar salir de la profunda crisis, el presidente De la Rúa ha nombrado a López Murphy, un respetado liberal, ministro de economía, y parece que se dispone a nombrar a Cavallo jefe de gabinete con extensos poderes delegados. Una extraña combinación, pues, además de las malas relaciones personales que parece existen entre ambos, no está claro que propugnen la misma política económica.

López Murphy defiende el actual sistema cambiario y para salvarlo ha propuesto un descenso del gasto público de 2.000 millones de dólares, en un intento supremo por evitar la suspensión de pagos de una deuda pública de más de 150.000 millones de dólares.

Por contra, el nombramiento de Cavallo, si se produce, provoca todo tipo de incertidumbres, porque desde hace tiempo predica que quizá haya que devaluar la moneda, rompiendo el vínculo “eterno” que él forjó.

En mi opinión, Argentina no tiene más remedio que devaluar, permitiendo la libre fluctuación de su moneda y afrontar las consecuencias de la crisis larvada que hace tiempo la carcome. Las consecuencias serán duras y complicadas, porque la mayoría de los créditos internacionales, y de los internos, se han hecho en dólares, con lo que los nominales, en pesos, de los grandes y pequeños deudores crecerán espectacularmente, en la misma proporción que la devaluación. El siguiente paso será la suspensión de pagos a nivel internacional, porque el aumento de los principales de las deudas hará imposible su repago y por lo que serán obligados acuerdos institucionales, y en el seno del Club de París, para reestructurar la deuda pública y bancaria y hacer, en su caso, una quita. A nivel interno se sucederán las suspensiones de pagos de las empresas y de muchos particulares, endeudados en dólares. Cada empresa y cada particular tendrá que negociar su situación.

Al final del proceso los bancos serán los afectados, pues su cartera crediticia interna sufrirá indefectiblemente. Y una crisis bancaria es siempre la más grave de las situaciones. Sus efectos se dejarán sentir en Latinoamérica, en Japón, en otros países emergentes y, por supuesto, en España.

Naturalmente, lo más sencillo es el acto de devaluar. Lo auténticamente complicado es tomar las medidas de acompañamiento para evitar que la devaluación se transforme en inflación y en una nueva devaluación. Sin embargo, la situación de Argentina es tan extrema que es difícil imaginar, después de la devaluación, una política monetaria más estricta que la actual, que sería el primer condicionamiento para que la devaluación tuviera éxito. El resto de las condiciones tiene que ver con la presión fiscal, el déficit público y las medidas de liberalización de todos los mercados.

La única alternativa a la devaluación es la reducción del gasto y del déficit público, emprendida por López Murphy, acompañada de reducciones nominales en los salarios, las pensiones y un drástico ajuste de las leyes laborales. Si tuviera éxito, podría lograr la supervivencia del sistema, aunque, desde mi punto de vista, por corto tiempo, hasta que la falta de actividad productiva interna provoque un nuevo déficit fiscal de imposible cobertura, o hasta que cualquier crisis internacional aumente el nivel de tipos de interés que tienen que pagar el Estado, las empresas y los particulares argentinos.

El pasado 30 de noviembre publiqué en estas mismas páginas (“Argentina: la muerte dulce”) un artículo detallando las peculiaridades del modelo argentino, un esquema tipo Carlos Solchaga elevado a la enésima potencia, del que España sólo se recuperó tras cuatro devaluaciones y tras soportar un 25% de desempleo y sobre la base de una política monetaria y fiscal estrictas.

La economía española no debe perder de vista la secuencia de hechos que sacuden la vida argentina, porque la entrada en la moneda única reproduce, aunque en otras condiciones –con equilibrio fiscal, descenso del gasto público, privatizaciones y liberalizaciones— el esquema argentino de primero fijar el tipo de cambio y después ajustar la otras variables.

En Libre Mercado

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