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Alberto Recarte

Impuesto de sociedades

La estructura interna del IRPF se ha ido simplificando con los años, reduciendo tramos y regulaciones excepcionales, hasta tal punto que, prácticamente, las únicas exenciones o bonificaciones que quedan son el mínimo vital y las reducciones por trabajo personal, compra de vivienda y constitución de planes de pensiones y el régimen propio de las ganancias de capital y de los dividendos. Esta simplificación, junto con la eliminación de la “transparencia fiscal” y la reducción de los tipos máximos y mínimos ha permitido recaudar más; en parte, sin duda, porque se han aflorado rentas ocultas, porque el fraude resulta cada vez menos rentable fiscal y personalmente.
 
Por el contrario, la legislación sobre el impuesto de sociedades no ha seguido el mismo camino. No se ha rebajado el tipo máximo, pero se conceden excepciones completamente injustificadas a las pymes, que ahora se anuncia que van a incrementarse; hay todo tipo de tratamientos especiales, para la reinversión, las exportaciones, el I+D+i y diferentes sistemas de amortización según el momento en que se haya invertido. Lo que se denominan diferencias temporales y permanentes han logrado, definitivamente, que el resultado contable no tenga nada que ver con el fiscal. Un galimatías inexplicable en una administración fiscal como la española, que ha tenido un enorme éxito en la reforma de otros impuestos y siempre en la recaudación.
 
El impuesto sobre sociedades necesita simplificación, eliminación de excepciones y hacer que coincida el balance contable y el fiscal. Si se acometiera esa tarea, sería posible reducir el fraude, limitar la ingeniería fiscal, que distrae recursos humanos y económicos, y recalcular el tipo máximo de los impuestos directos. Porque más importante, quizá, que reducir el impuesto sobre sociedades es igualarlo, definitivamente, al máximo del IRPF.
 

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