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Alberto Recarte

La guerra ha comenzado

La próxima guerra acaba de comenzar. Estados Unidos ha comprobado que la globalización impide el control de las actividades terroristas internacionales. El Gobierno norteamericano tendrá que sacar la conclusión de que la existencia de los Estados Unidos como país, como sociedad civil libre, y la seguridad de sus ciudadanos es incompatible con el mantenimiento de una serie de Gobiernos que apoyan, directa e indirectamente, a los terroristas. Y doy por supuesto que los autores de los atentados han sido fundamentalistas islámicos.

El Gobierno de los Estados Unidos no puede tolerar que los gobiernos de Irak, Irán, Siria, Libia, Afganistán y la Autoridad Palestina continúen amparando el terrorismo. Y para destruirlos es necesaria una compleja serie de acciones militares. Para lo cual es preciso volver a reconstruir el ejército que derrotó a Irak. Y eso requiere tiempo, no menos de 6 meses, y dinero, que esta vez no pagará el Tesoro Kuwaití.

Y directamente relacionado con la existencia de estos estados terroristas está el problema del suministro de petróleo a toda la economía mundial, incluida la norteamericana, que depende de la producción de Arabia Saudita –un estado frágil–, de Irak e Irán.

Existe una resolución del Senado norteamericano que permite intervenir a su Gobierno en defensa de este suministro vital para su economía en cualquier país extranjero, incluso sin permiso ni declaración formal de guerra por parte del mismo Senado. Esa resolución permitió luchar la guerra del Golfo y permite hoy, todavía, intervenir al ejecutivo sin permiso explícito del legislativo. Tenemos, pues, otro ingrediente para la incertidumbre, qué ocurrirá con el suministro y los precios del petróleo.

En tercer lugar, se pone de manifiesto el peso de las razones de Bush cuando defiende la necesidad de instalar en su país un escudo antimisiles, dirigido no contra los tradicionales enemigos, Rusia y China, sino contra los rogue states, los estados piratas, a los que hemos hecho mención anteriormente.

En cuarto lugar, se plantea el problema inmediato de destruir las centrales térmicas nucleares que Irán está a punto de concluir y que, en última instancia, suministrarían bombas nucleares que podrían usarse contra los Estados Unidos. Hace más de veinte años Israel ya destruyó las plantas nucleares que estaba próximo a inaugurar Irán; los acontecimientos obligan al Gobierno norteamericano a destruir la nueva cosecha de potenciales productores de plutonio.

La guerra ha comenzado. Ya nada volverá a ser igual. Y Estados Unidos no puede permitirse, en esta ocasión, ni siquiera la tentación del aislacionismo. Sería inútil.

Las consecuencias de esta guerra son imprevisibles. Desde luego en lo militar y en lo político, pero de lo que no cabe duda es de sus inmediatas consecuencias económicas. El ciclo de crecimiento que comenzó en 1992 ya había terminado, pero esta acción remacha un brusco final. Subirá el petróleo, subirá el dólar, bajarán las bolsas, se resentirá el consumo. Todo eso, por supuesto. No sabemos cómo ni cuándo desaparecerá la incertidumbre que hoy se ha disparado, ni cuando se estabilizarán las perspectivas.

No quiero decir que vaya a comenzar inmediatamente una recesión. Sí que las expectativas, la inversión y el consumo se van a resentir por causas políticas y militares. El momento no podía ser peor. Y a menos que el liderazgo norteamericano se deje sentir rápidamente y devuelva la confianza a los ciudadanos en sí mismos y devuelva la confianza al resto del mundo en la capacidad de reacción en las instituciones de ese país, las posibilidades de que la desaceleración que experimentábamos se transformen en una profunda recesión son elevadísimas.

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