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Alberto Recarte

La política económica de Bush

Cuenta la prensa norteamericana que el presidente Bush ha hecho los nombramientos de Secretario del Tesoro, presidente de la SEC y el probable de Fridman, como jefe de los asesores económicos, con vistas a solucionar dos problemas, el de la comunicación y el del trabajo en equipo. Esto significaría dar por resuelto el acuerdo fundamental de todos ellos con una política económica determinada, que sería la que habría que comunicar a los medios, los políticos, los empresarios y el público en general. ¿Cuál sería esa política económica? Según los comentaristas norteamericanos, una política de relanzamiento económico, con medidas por un valor superior a los 300.000 millones de dólares en diez años.

Esas medidas incidirían en el lado de la oferta de la economía: permanencia de las reducciones de impuestos personales y de sucesiones después de 2011 –ya aprobadas y puestas en rigor previamente–, nuevo descenso de impuestos personales, reducción de la doble imposición sobre los dividendos y amortizaciones aceleradas, por no citar sino las más significativas. En el pasado, los descensos de impuestos personales no han significado una pérdida de recaudación, porque el crecimiento económico suplementario, generado con esas reducciones, ha compensado los menores pagos fiscales individuales. Pero, en esta ocasión, hay temores, entre las filas de los propios republicanos, de que esa serie de medidas generen un déficit público importante.

Una preocupación lógica, porque la economía norteamericana tendrá un déficit público cercano al 2% en el presente año fiscal, en contra de los pronósticos de hace apenas dos años, cuando se confiaba en una sucesión de superavits, que terminarían, incluso, por eliminar la deuda pública en relativamente poco tiempo. El presidente Bush está, aparentemente, decidido a forzar el nuevo paquete de medidas fiscales de relanzamiento a primeros de año, pues no quiere que le ocurra lo que a su padre, el cual, en un momento económico depresivo similar, decidió no intervenir en la economía, pensando –correctamente– que era mejor no forzar el ciclo con nuevas políticas de gasto. Tenía razón Bush padre, la economía se recuperó sola, pero ocurrió tarde para su aspiraciones presidenciales.

Sin embargo, puede ocurrir que el nuevo secretario del Tesoro no apoye con decisión la bajada de impuestos, pues su preocupación económica ha sido siempre el equilibrio presupuestario y se le conoce, entre otras cosas, por múltiples iniciativas intelectuales para luchar contra el déficit público. Para sacar adelante con rapidez sus medidas fiscales de oferta, el presidente Bush necesita el apoyo de 60 senadores; es decir, necesita a todos sus senadores y a nueve demócratas, a los que tendrá que convencer moderando sus planteamientos.

El partido demócrata también quiere aprobar medidas de relanzamiento, pero sus propuestas inciden en el aumento de la demanda, en la mejor de las tradiciones keynesianas: han defendido ampliar el seguro de paro a los que están a apunto de agotar sus prestaciones y reducir los pagos de los trabajadores a la seguridad social, dos temas en los que el presidente Bush se resiste a entrar porque, por una parte, ahondarían las dificultades económicas del sistema de la seguridad social y, por otra, por la ineficacia que han demostrado en el pasado este tipo de medidas, si de lo que se trata es de animar a la inversión para lograr un relanzamiento económico.

La batalla intelectual y política será clarificadora y tendrá influencia en los países europeos, enredados en los subsidios y el manejo de la demanda, con excepciones como España, donde disfrutaremos de una nueva reducción de impuestos, que, sin duda, será el mejor antídoto contra la depresión que nos amenaza desde el centro de Europa.

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