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Alberto Recarte

La responsabilidad de Pedro Solbes

Desde la instauración de la democracia los mejores responsables económicos en el gobierno de la nación han sido, en mi opinión, Miguel Boyer y Rodrigo Rato.

La pérdida de autoridad de Solbes como vicepresidente económico es un mal augurio para nuestra economía. En estos meses ha sufrido constantes desautorizaciones por parte del presidente del gobierno; la última, en relación con la indexación del salario mínimo; lo que, a su vez, anima a otros ministros a no aceptar su autoridad y da alas a Miguel Sebastián, el promotor de las propuestas más disparatadas, a ir por libre. La falta de respaldo la sienten los sindicatos, la patronal, los ministros, Miguel Sebastián y las autonomías.
 
El que las decisiones económicas que tengan que ver con las autonomías se diriman por el presidente del gobierno en caso de conflicto tiene explicación, porque el gobierno como tal es prisionero –quizá voluntario– de las minorías nacionalistas. El que en cualquier otra decisión económica el presidente del gobierno desautorice públicamente a su vicepresidente, es intolerable. La confianza de todos los agentes en la solidez de la economía española puede parecer de dureza berroqueña pero siempre, con cualquier gobierno, de cualquier color político, esa confianza es más frágil de lo que parece. Desde la instauración de la democracia los mejores responsables económicos en el gobierno de la nación han sido, en mi opinión, Miguel Boyer y Rodrigo Rato. Ambos tenían la autoridad reconocida, y respetada, por todos los que de una u otra forma se relacionaban con ellos, empezando por los correspondientes presidentes del gobierno, que podían discrepar de sus ministros de economía, pero que nunca lo hacían públicamente. De hecho, Miguel Boyer cesó como ministro de economía por voluntad propia, cuando Felipe González no quiso reconocerle una mayor capacidad de decisión. En el caso de Rodrigo Rato es notorio que José María Aznar tomó las grandes decisiones, la de rebajar los impuestos y controlar el gasto público, pero el resto de las decisiones en el área económica las tomaba Rato, sin interferencias de nadie.
 
Y quizá los responsables económicos que peor han funcionado, y no por falta de preparación o de capacidad personal, han sido Enrique Fuentes, al que costaba tomar decisiones, y Carlos Solchaga, decidido, a partir de un momento determinado, a acceder con dinero público la presidencia del gobierno. El caso de Fernando Abril es atípico, porque teniendo todo el poder posible delegado, no lograba que se ejecutara ninguna política definida por tres razones diferentes: su indecisión en temas estratégicos, la desconfianza patológica en sus ministros económicos, –lo que se traducía en que terminaba por despachar con los directores o subdirectores de cada departamento– y, también, finalmente, por su deseo de sustituir a Adolfo Suárez en la presidencia del gobierno en el fatídico año de 1980.
 
La buena noticia de los últimos días es que Pedro Solbes ha reclamado parte de su autoridad tanto para volver a tratar el tema de la indexación del salario mínimo, –que se traducirá, inevitablemente, en la subida indiscriminada de todos los salarios de la economía–, y que Rodríguez Zapatero ha concedido tiempo para la reflexión, como para manifestar, públicamente, sus dudas respecto a la pretensión, también pública, de Miguel Sebastián, de hacer una reforma fiscal en la que se penalicen las rentas de capital, separándonos de lo que de hecho es, hoy, una legislación común europea. Todos, ministros, sindicatos, patronal y autonomías necesitan estar seguros de que el vicepresidente económico, sea quien sea, tiene la autoridad suficiente para negociar con todos ellos. Si no la tiene, la situación de Pedro Solbes se hará insostenible. Un panorama que provoca miedo, pues un vicepresidente económico distinto puede, según quien sea, significar más incertidumbre, dada la radicalidad y frivolidad del presidente del gobierno; aunque, frente a ese temor, en nuestra experiencia histórica reciente, lo peor para nuestra economía es el desorden que puede provocar la debilidad de la máxima autoridad económica.

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