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Alberto Recarte

Nuestra nueva inflación

Los procesos inflacionistas que tan frecuentes han sido en la economía española hasta el último ciclo, que termina en 1994, es decir, más o menos, hasta la integración en la moneda única, han sido provocados por un exceso de déficit público, por un crecimiento desproporcionado de los salarios o por una combinación de ambos fenómenos, junto con una política monetaria permisiva, de acompañamiento.

El actual proceso inflacionario -y creo que ya puede denominarse así- es diferente en su origen. En este caso la causa es, directamente, la laxa política monetaria de la Unión Europea, que cuida, básicamente -en justa correspondencia a su peso absoluto y relativo- de mantener estables los precios en Alemania y Francia.

Durante unos años, el favorable tipo de cambio de la peseta, la disciplina pública, la sensatez sindical y unos tipos de interés bajísimos, han logrado un crecimiento de la economía española espectacular y un aumento del número de empleos que resulta casi imposible de creer.

Hasta que, prácticamente, hemos alcanzado el pleno empleo de los recursos humanos en muchos sectores. Y, en ese momento, nuestra pertenencia -nuestra maldita pertenencia, aunque nunca tuvimos opción de quedarnos fuera- a la Unión Monetaria, se ha vuelto contra nosotros y ha desencadenado un nuevo proceso inflacionario, que tiene causas monetarias.

Los datos conocidos en los últimos días sobre la economía española, europea y americana y sobre el petróleo, permiten avanzar un poco más en el conocimiento de la clase de inflación que padecemos y en la previsible evolución de precios para España durante el próximo año.

El 4% de inflación alcanzado en el mes de octubre podría superarse en lo que resta de año, pues el dato básico que determina el nivel de precios, el aumento de la oferta monetaria, medida por el crecimiento del crédito bancario, es muy negativo. Contrariamente a lo que se afirma desde hace meses por nuestras autoridades, el crédito bancario sigue creciendo a tasas cercanas al 12% en los bancos y al 22% en el conjunto de las cajas de ahorros. Los datos de septiembre y octubre registran, incluso, una aceleración de la tasa de crecimiento.

Por eso es sorprendente la comparecencia del gobernador del Banco de España -un título equívoco, pues debiera denominársele “delegado del Banco Central Europeo”- en el Congreso y su advertencia de que para romper la espiral precios-salarios es preciso que los salarios no intenten recuperar su poder adquisitivo y que los empresarios moderen sus beneficios. La inflación, precisamente, no es, sin más, la subida de precios, sino un “proceso continuado de subidas de precios y salarios”, que es posible porque alguien financia ese proceso, suministrando dinero adicional; ese alguien es el Banco Central Europeo, de quien depende el gobernador del Banco de España. Si la subida actual de precios, y la casi inevitable de salarios, que se está produciendo, no fuera acompañada de un aumento de la oferta monetaria, acabaría en una subida de tipos de interés. Lo sorprendente es que nadie le señalara al Sr. gobernador su responsabilidad en el proceso y la incoherencia de su opinión.

El Sr. gobernador debería haber aprovechado la comparecencia para advertir que el precio que tenemos que pagar -nosotros, una economía con rigideces, y carencias estructurales y de formación y un ciclo económico adelantado sobre el de los países centrales de Europa- por pertenecer a la Unión Monetaria es el de una oferta monetaria en crecimiento excesivo y que, en consecuencia, para hacer frente a la pérdida inevitable de competitividad que produce el aumento de precios en la economía, no hay más remedio que lograr que crezca el ahorro interno y la inversión productiva, y cruzar los dedos para que el aumento de productividad permita compensar esa pérdida de competitividad.

La evolución de la inflación en Alemania y Francia -que ha retrocedido en el mes de octubre- nos hace perder la esperanza de que el BCE suba los tipos de interés en la medida necesaria para frenar las tensiones en la economía española.

Esos datos de precios en Alemania y Francia y de precios y crecimiento del crédito en España, y la consiguiente debilidad del euro -que también depende de los tipos de interés-, hacen temer que los precios en 2001 en España tendrán dificultades para reducirse al 3%, un objetivo que parecía sensato hace un par de semanas.

Por otra parte, los salarios hace tiempo que están creciendo mucho más del objetivo del 2% de inflación para 2000, porque la falta de oferta de mano de obra suficientemente cualificada en muchos sectores ha desembocado, lógicamente, en un alza general de salarios, que se mantendrá en 2001, aunque el ritmo de crecimiento de la economía disminuya hasta el 3% (un magnífico resultado, por otra parte).

Y en cuanto a los beneficios, al margen de empresas como Repsol, a las que se puede convencer “políticamente” de que no incrementen los precios de sus productos lo que deben y de los que tienen precios mas o menos administrados, como las eléctricas, el solo planteamiento de reducir los beneficios es absurdo. La economía de mercado no funciona así. El papel de los beneficios es servir de acicate a otras empresas para que inviertan en ese sector, con lo que habrá más competencia y entonces sí se reducirán los precios.

Pero parece como si todos estuviéramos condenados a desgranar propuestas llenas de buenas intenciones, aún a sabiendas -nuestras autoridades deberían saberlo- de que son absurdas, inútiles o contraproducentes. El resultado final es el desprestigio y la falta de credibilidad de los que recitan la letanía bienpensante de un deber ser que está mal planteado y es erróneo teóricamente.

En Libre Mercado

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