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Álvaro Martín

La derrota de Kerry como esperanza demócrata

Esas imágenes indelebles se las debemos a cuatro años de Al Gore y Michael Moore, de New York Times y de CBS, a John Kerry y al actual liderazgo del Comité Nacional Demócrata

El ejercicio de todo derecho lleva aparejada una carga. El ejercicio de votar en unas elecciones lleva aparejada la obligación de marcar una papeleta con tinta o perforar un espacio en la misma, mostrar un documento de identidad, introducir la papeleta en una urna, etc. En 2000, con estruendoso aparato de demagogia, la campaña de Al Gore pretendió que las autoridades electorales de Florida procedieran a contabilizar votos que, en cualquier legislación electoral, se considerarían nulos sin mayores consideraciones. Por supuesto que este es el hecho fundador de la satanización de la Administración de George W. Bush como el candidato que “robó la presidencia” y que ha animado la intensa campaña de deslegitimación de su propio país orquestada por el “establishment” periodístico, académico y hollywoodiano afín al Partido Demócrata. La actual vehemencia del anti-americanismo planetario le debe bastante al comportamiento de ese partido y de sus terminales.
 
Por cierto, incluso contabilizando votos manifiestamente nulos, “adivinando” una supuesta intención de votar por Al Gore en perforaciones nunca perforadas y marcas nunca hechas, el New York Times y el Miami Herald –ambos periódicos de tendencia demócrata– concluyeron meses después de las elecciones que George Bush hubiera ganado por más de 500 votos en Florida. Aunque se cuidaron bien de enterrar sus conclusiones en un lugar de poca relevancia entre sus páginas, para seguir atizando el mito del Presidente ilegítimo en la Primera.
 
Es esta una actitud muy alejada de la de Richard Nixon en 1960, a quien la fortuna de los Kennedy y el corrupto y clientelar aparato Demócrata de Chicago privaron de la victoria en Illinois y, por ende, de la elección presidencial; o de Gerald Ford, en 1976, que pudo haber impugnado el resultado de las elecciones en que resultó elegido Jimmy Carter en varios estados. O, por poner un ejemplo de Demócrata de otro tiempo, Bill Tilden, en 1876, que permitió la victoria de Rutherford Hayes, con tal de no reabrir una segunda edición de la guerra civil once años después del final de ésta. Ninguno objetó al resultado de las elecciones, sacrificando la Presidencia por no ver arrastrado el prestigio de la democracia americana por el lodo. Esa es una preocupación que no tuvo Al Gore ni tiene tampoco John Kerry.
 
Cada estado bisagra en las actuales elecciones es objeto estos días de un masivo despliegue de demandas de abogados demócratas dirigidas a abrogar las leyes estatales anti-fraude, como barreras ilegítimas al ejercicio del derecho de voto, con el argumento de que tienen por objeto impedir, en especial, el derecho de voto de las minorías raciales. Una táctica favorita de los demócratas es buscar la eliminación de la obligación del registro electoral previo del votante y contabilizar el voto de los no registrados de forma provisional. La ausencia de registro equivale en la práctica a la ausencia de empadronamiento en nuestro caso, por lo que la misma persona podría tranquilamente votar en varios colegios electorales, sin otro requisito que mostrar su documento de identidad, y ver su voto contabilizado provisionalmente en tantos colegios como hubiera tenido tiempo y ganas de votar. Luego vendría la necesidad de cotejar identidades colegio por colegio y la acusación de racismo o de fraude electoral por los demócratas en caso de que alguien pretendiera eliminar cualquiera de estos votos. Y, por supuesto, un nuevo documental de Michael Moore al servicio de un cada vez más “michaelmoorificado” Partido Demócrata. Tiene una triste gracia que este partido, que durante los cien años que median entre el final de la guerra civil americana en 1865 hasta la aprobación de la legislación de derechos civiles en 1964/1965, denegó el derecho de voto a los afro-americanos en el Sur y mantuvo a esa región como su feudo racista acuse a nadie de vulnerar derechos políticos como medio de dirimir las elecciones en los Tribunales en vez de en las urnas. Pero, en realidad, es coherente con su historia.
 
Es la misma pulsión de oportunismo y falta de escrúpulos la que inspiró al senador Kerry a jugar al fútbol político con el lesbianismo de la hija del vicepresidente Cheney en el tercer debate presidencial. O que motivó las conversaciones entre el portavoz de su campaña, Joe Lockart, la cadena CBS y un conocido “operador” demócrata en Texas, para difundir por la cadena citada unos explosivos y calumniosos documentos sobre el servicio militar del Presidente en la Guardia Nacional, revelados como burdamente falsificados, en lo que es, a todos los efectos, un delito electoral impune. O que lleva a Theresa Heinz Kerry, billonaria consorte de su difunto marido, a opinar que la Primera Dama, Laura Bush, nunca “ha tenido un trabajo real” (es maestra y librera). O a las injurias rituales al Presidente y su Administración: “ladrones” (Kerry), “anti-patriotas” (Theresa), “mentirosos” (todos, por turnos), etc.
 
John Kerry puede muy bien ser presidente, tal vez el 3 de noviembre, tal vez cuando los tribunales dispongan. Si lo consigue, ocupará un cargo que él habrá convertido en un blanco de feria, la primera magistratura de un estado que él y su partido habrán desprestigiado irresponsablemente, con su política exterior, convertida, para la opinión mundial, en la prolongación del Departamento de Financiero de Halliburton y su democracia en un una corte imperial de fanáticos homicidas. Esas imágenes indelebles se las debemos a cuatro años de Al Gore y Michael Moore, de New York Times y de CBS, a John Kerry y al actual liderazgo del Comité Nacional Demócrata. Y han sido un precio muy alto.
 
Sólo la victoria de George W. Bush puede rescatar al Partido Demócrata para la democracia americana.
 

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