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Amando de Miguel

Aporías sobre el actual régimen político

Se necesita una coalición de partidos para gobernar, pero también para ejercer una sana oposición parlamentaria.

Un fantasma sobrevuela Europa. No, no es el fantasma del comunismo, pues nunca como ahora ha sido esa una ideología más inane; la prueba es que ya no suele utilizar tal etiqueta. Lo que en estos tiempos preocupa a las naciones europeas en su aspecto político es que cada vez queda más lejos la utopía del bipartidismo. Tal modelo ni siquiera sigue funcionando ya en el llamado Reino Unido. En la mayor parte de los países del continente se asienta un andamiaje político de varios partidos, algunos de ellos con sus correspondientes facciones. Desde luego, en España es así, aunque se continúe oficialmente con la simulación de un gran partido gobernante y otro que se dice campanudamente "el principal partido de la oposición". Pero se impone la terca realidad, en España como en Italia o en Finlandia, pongo por caso. En la panoplia de partidos españoles todos aspiran al poder, como es natural, pero ninguno va a disfrutarlo en solitario. Para gobernar se necesita antes coaligarse con otras fuerzas. Ahí le duele.

En España compiten por el poder cinco partidos nacionales, a los que añaden otras excrecencias a escala regional y local. Esa es la incongruencia: partidillos que se sientan en el Parlamento y que ni se les ocurre la pretensión de representar al pueblo español. En cuyo caso el espíritu de la Constitución se convierte en papel mojado. Al finalizar la larga campaña electoral, la distribución de votos posibles nos indica que estamos ante un régimen multipartidista. Cada uno de los cinco partidos nacionales alcanza un nivel de votos superior al 10% e inferior al 30%, dicho quede para redondear. Es decir, para gobernar con solvencia se precisa la coyunda de dos o más partidos. El problema está en que sus respectivos militantes, y no digamos los dirigentes, odian cordialmente a los del partido más próximo. Hay poca tradición de pactos y componendas entre las fuerzas políticas. Pesa demasiado la tradición fulanista, según el diagnóstico en su día de Miguel de Unamuno.

Se necesita una coalición de partidos para gobernar, pero también para ejercer una sana oposición parlamentaria. En ese caso el trabajo conjunto va a ser todavía más peliagudo. La dirigencia de cada partido piensa para su coleto que la mejor forma de coaligarse con las siglas vecinas consiste en fagocitarlas. Inútil tarea, pues todos piensan lo mismo y sus fuerzas parecen bastante parejas. Por tanto, resulta perjudicial el hecho de que uno desprecie o denigre al vecino. No es cierto que en la vida de los individuos o de los grupos cada uno persiga el máximo interés. En este caso, la línea despectiva se acentúa desde el lugar de los partidos establecidos con ilusiones bipartidismo (PP y PSOE) hasta el de los recién llegados (Unidas Podemos, Ciudadanos y Vox). Vox acapara el máximo rechazo por parte de los otros partidos y de los medios más influyentes. Paradójicamente, esa repulsión le otorga más fuerza o al menos más relevancia. Su gran ventaja psicológica es que, dado que hasta ahora ha sido extraparlamentario, cualquier número de escaños que consiga en las Cortes va a suponer un triunfo.

Lo moralmente más aberrante, pero común, es que el partido nacional que quiera gobernar se valga de la imprescindible ayuda de algún partido nacionalista, hoy separatista. Así, en la situación actual, el caudillo del PSOE promete "más autogobierno" a Cataluña y al País Vasco. ¡Como si hubiera poco autogobierno en esas dos regiones! El precio de tal alianza contra natura es que los respectivos partidos separatistas ayuden al doctor Sánchez a mantenerse en la Moncloa. Nada bueno para los españoles puede salir de tal maridaje.

La gran paradoja de la agitada vida pública española es que el País Vasco y Cataluña no son dos colonias ni nada parecido, sino dos regiones prósperas. Lo han sido gracias al sacrificio colectivo del resto de los españoles a lo largo de más de un siglo. Es más, el llamado autogobierno realmente consiste en seguir recibiendo continuos privilegios por parte de la Administración Pública. Así, cualquiera se declara nacionalista o independentista o soberanista. La verdad es que la estructura política de los españoles resulta bastante original.

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