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Amando de Miguel

La barbaridad de los inmigrantes ‘ilegales’

Debe compatibilizarse el derecho a la libertad de movimientos sobre el espacio con el de proteger la seguridad y la cultura del país receptor.

Durante muchos siglos no hubo, apenas, restricciones de movimientos residenciales de país a país. Uno trasladaba su lugar de residencia a otro país (con ciertas excepciones de algunas culturas cerradas) libremente, mientras dispusiera de los medios pertinentes. En esa época antigua, los viajes largos se reservaban a los pocos individuos bien pertrechados. Pero después de la I Guerra Mundial los Estados empezaron a exigir pasaportes, luego, visados y cuotas de inmigración. Quienes no cumplían tales exigencias eran tratados como “ilegales”, el equivalente hodierno de la esclavitud.

El mundo no puede digerir, hoy, el problema del hacinamiento de millones de personas desplazadas de sus países de origen. No es solución alojarlas en los campos de internamiento, bajo los auspicios de las Naciones Unidas o de otras organizaciones humanitarias. Se trata de una solución provisional, de emergencia, que, por desgracia, se convierte en permanente.

Los movimientos migratorios de otras épocas se correspondían con la necesidad de brazos que tenían ciertos Estados con tierras inexploradas; por ejemplo, Estados Unidos, Australia, Argentina. Esa corriente solía dar lugar a biografías ejemplares de esfuerzo y emulación personales, de movilidad social. Hoy, los movimientos internacionales de personas son, más bien, en busca de una ocupación marginal, para rellenar los puestos que rechazan los autóctonos de muchos países. De ahí que los ilegales se muevan desde los países pobres, o los destruidos por guerras y opresiones, hacia los demás. España fue un territorio de emigración durante siglos; hoy lo es de atracción de inmigrantes, provenientes, sobre todo, de África o Hispanoamérica. El problema empieza a serlo cuando tales corrientes adquieren una índole masiva, descontrolada.

La tendencia última es que una gran parte de los ilegales (explotados, muchas veces, por las mafias de los respectivos países de origen) buscan no tanto trabajo como asistencia social, ayudas. De ahí que ese movimiento sea, económicamente, muy gravoso para el país receptor. En la circunstancia actual de la pandemia china, el problema se agudiza todavía más, ya que no pocos ilegales llegan ya contagiados con el dichoso virus. Es decir, lo que precisan, ante todo, es tratamiento sanitario. Éramos pocos…

Secularmente, siempre fue un problema la incorporación de los bárbaros (se decía así a los que hablaban o farfullaban otros idiomas) a la corriente cultural del país de recepción. En el caso de los ilegales de hoy, la cuestión resulta insuperable, por muy buenos deseos que se pongan por delante. No sería mala cosa que, en lugar del asalto masivo de los ilegales a las fronteras, se canalizara una corriente inmigratoria perfectamente legal y organizada. Tiene que ser un esfuerzo internacional. En el caso español, sería del mayor interés que se fomentara el movimiento de profesionales, provenientes de Hispanoamérica o de los países del Este europeo. Lo que hay que evitar son los problemas de violencia, desintegración y explotación, por desgracia actualmente tan frecuentes en este terreno.

No es fácil despachar el asunto de los ilegales como una cuestión de odio hacia los metecos, la xenofobia, por parte de los autóctonos. La cosa no es tan simple. Debe compatibilizarse el derecho a la libertad de movimientos sobre el espacio con el de proteger la seguridad y la cultura del país receptor. Nadie ha dado con la solución óptima, ni siquiera con la aceptable.

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