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Amando de Miguel

La conversación

Al menos para los españoles, es difícil mantener una misma conversación cuando son más de ocho los comensales. No es casualidad que ese suele ser el límite de los juegos de vajilla y de las mesas de las comidas colectivas: ocho comensales por mesa.

Considérese una frase de moda en el habla coloquial: "No me lo puedo creer", dicha pausadamente, entre admiraciones y con esparajismos. Pudiera parecer simplemente una imitación del inglés (I can´t believe it), pero cumple un servicio en ese arte tan difícil de llevarse bien con el prójimo. No es que el sujeto dude de lo que acaba de decirle el interlocutor. Es una forma de dar a entender que lo oído podría ser una tontería, pero no lo es. El "no me lo puedo creer" es así una manifestación de halago y, a veces, una forma de exclamación. Es sabido que la persona que da una noticia inesperada o poco creíble, por insustancial que parezca, precipita un ambiente de afecto a su alrededor. La función latente de estar al tanto de lo que emiten los medios de comunicación es que lleva a las personas corrientes a difundir noticias o chismes. El hecho de parecer que uno está enterado es algo que da prestigio.

Así se explica el interés general por los deportes como tema de conversación. Es una materia sobre la que es fácil estar enterado. Esa información da lugar a un tipo humano muy solicitado. Es lo que en inglés se puede llamar Monday morning quarterback. Es la persona que comenta el lunes con los compañeros de trabajo los partidos de fútbol del fin de semana. En esa conversación, el sujeto actúa como si supiera bien cuáles han sido los fallos de los jugadores y cómo se podrían haber superado. Quien no puede presumir de tomar grandes decisiones queda muy bien con esa estrategia de salón.

Es un misterio por qué hacemos tantos esfuerzos para convencer a los demás de nuestras ideas. Puede que se deba a la necesidad de ser protagonistas del mundo que nos rodea. No es una desmesura. Digamos que el 80% de lo que llamamos negocios, política, deportes o incluso sexo se resuelve en hablar en primera persona de todo ello.

Sea como fuere, es un dato que en el discurso corriente (no solo en el profesional, técnico o científico) sobresale la función suasoria. Es decir, se trata de convencer al interlocutor para que perciba que el sujeto tiene razón. ¡Que extraña cosa es esa de tener razón! Es fácil llegara la violencia física, y desde luego a la verbal, con tal de demostrar que uno tiene razón. En los conflictos que se plantean entre dos conductores con motivo de los accidentes de tráfico, no basta con que los interesados se refieran a sus respectivas compañías de seguros. Lo que cada uno de ellos persigue es demostrar que el otro no tiene razón. La crónica de un accidente sigue la técnica de Rashomon: cada uno siga fiel a su particular versión.

El estudio del habla no se limita a apuntar las palabras o frases que se dirigen dos interlocutores o que plantean en una conversación, un discurso. Hay que anotar también los silencios, los gestos, el lenguaje corporal. Obsérvese el comportamiento de los miembros de un grupo cualquiera que se hallan reunidos, sea la ocasión organizada o espontánea. Resulta de interés registrar quién dirige la palabra a quién, qué tono emplea, qué trata de decir o de ocultar. Los silencios de algunos asistentes pueden ser también significativos. Hay también una "elocuencia del silencio" que no es fácil de gestionar en una cultura, como la española, que valora tanto la facundia.

La conversación distendida define muy bien al grupo y a sus personajes. Sea cual fuere la materia de la reunión, sus componentes suelen pretender el cultivo de la simpatía. Aunque las palabras se pueden utilizar también con ánimo belicoso. Es más, los conflictos interpersonales en un grupo suelen adoptar la forma de una aparente familiaridad. A veces sucede que, cuando, en un grupo, A dirige la palabra a B, ese gesto es para hacer ostentación de no dirigir la palabra a C. "Dirigir las palabras" puede incluir mirar, saludar, rozar o tocar con ánimo simpático. Incluso la proximidad física es ya una forma de relación. De ahí la costumbre que se practica en algunas comidas de cierta importancia social: se cuida mucho sentar a los invitados en una u otra silla. La persona preeminente se ve obligada a hablar más que las demás y a imponer el tema de conversación general si la mesa lo permite. En general, las mesas alargadas dan menos ocasión para las conversaciones generales que las mesas circulares. Al menos para los españoles, es difícil mantener una misma conversación cuando son más de ocho los comensales. No es casualidad que ese suele ser el límite de los juegos de vajilla y de las mesas de las comidas colectivas: ocho comensales por mesa.

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