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Amando de Miguel

Las anfractuosidades del poder

En los momentos de crisis, como son los que ahora vivimos, es cuando se notan mejor las aristas del poder político.

En los momentos de crisis, como son los que ahora vivimos, es cuando se notan mejor las aristas del poder político. El cual se expresa a través del establecimiento de toda clase de parapetos, vallas o filtros de manera física o simbólica. El objetivo es controlar todo lo posible el acceso a las estancias del poder por parte de los súbditos; en este caso los españoles, que ahora nos llaman "ciudadanos". (Se nota que ha ido entrando la terminología de los textos sobre la cultura cívica de hace medio siglo). De tal forma es así que se hace difícil entrar en contacto con ‘los que mandan’. Incluso la misión real de las oficinas de ‘defensor del cliente’ o del ‘usuario’, en sus múltiples versiones, consiste en impedir que el defendido pueda hablar directamente con el jefe.

Las instancias defensoras del baluarte del poder son de variada índole, cada vez más sofisticadas. Están los jefes de gabinete, las secretarias y aún más los secretarios, los filtros telefónicos o informáticos, los antedespachos, etc. Ante la solicitud de ver a un mandamás, se alza la pregunta inquisitorial: "¿Por qué quiere usted verle?". Alguna vez me ha ocurrido que, ante mi petición para ver personalmente al rector de mi universidad o al ministro de Universidades, el secretario me cortó: "Para eso no puede ver usted al rector o al ministro". La ocasión era bien inocente. En ambos casos se trataba de reincorporarme a la cátedra después de haber estado un curso (con permiso sin sueldo de España) como profesor visitante en los Estados Unidos. Trataba de decirle a mi superior jerárquico qué es lo que había hecho en el tiempo de mi excedencia. Pues para eso no podía ver a mi superior. El contraste era evidente respecto a mi estadía en la universidad americana. Al llegar a ella y llamar al rector para presentarme, el hombre me invitó a comer.

Veamos una situación más próxima y general. Se dice que en España disponemos del mejor sistema sanitario del mundo, o "uno de los mejores", aseguran más modestamente. Sin embargo, puedo atestiguar que, como paciente crónico que soy de algunos médicos de la sanidad pública, carezco del derecho a comunicarme directamente con ellos. Debo ajustarme al filtro de una cita previa (como si hubiera citas no previas) mediante el ordenador. Es más, en las últimas semanas, los hospitales han suprimido todas las citas previas con los pacientes, por mor del maldito coronavirus. En tal caso, ha quedado todavía más patente la lejanía en la que se sitúan los doctores. Porque es claro que debo tratarles de "doctores", aunque dudo de que normalmente posean tal título académico. Naturalmente, yo nunca recibiré el tratamiento de doctor, aunque lo sea. Que conste que, aparte de todo, luego los médicos suelen ser muy simpáticos, porque esa es otra norma española. Pero aquí me refiero a lo arduo que significa llegar hasta ellos.

En el pasado cercano al menos había guías telefónicas y uno podía llamar a una persona encumbrada. Pero hoy eso se hace imposible. Cierto es que, a través de la internet, puedo obtener el número de teléfono, por ejemplo, del hospital al que estoy adscrito como paciente. ("Paciente", nunca mejor dicho). Pero es igual. Lo más probable es que la telefonista robótica cante una y otra vez: "Nuestros operadores están ocupados".

Que conste que yo también he sido una pequeña autoridad en mi círculo académico. Recuerdo la lejana vez en que a mí me tocó ser vicedecano (el decano era el inefable Joan Hortalà) en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Barcelona. Vino a verme un día el padre de un alumno de primero, el típico payés. Su petición discurrió así:

Mire usted, doctor [en Barcelona sí se utilizaba el título]. Nosotros somos de un pueblo de la montaña. Mi hijo es poco disciplinado y lo he matriculado en la universidad para que se haga un hombre. Le voy a pedir un gran favor. Usted me lo vigila bien sin que él se dé cuenta del asunto. Sobre todo, que no se meta en política [eran los últimos lustros del franquismo] y nada de mujeres ni de drogas.

Ante mi cara de asombro, prosiguió en un tono menos solemne:

Escuche, usted no se preocupe, yo le abro a usted una cuenta en una librería para que pueda comprarse los libros que necesite. Mi mujer y yo le estaremos muy agradecidos.

Ternura me dio el buen payés desde las alturas de mi rango. Naturalmente, no fue posible acceder a su petición, pero comprendí que para el buen payés el poder tenía su taumaturgia. Me sirvió de lección. Por entonces acababa yo de redactar mi libro El poder de la palabra. Vivir para ver.

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