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Amando de Miguel

Lengua y habla

No habría chistes, ni comentarios jocosos, ni simplemente chispeantes o agudos, si cada palabra tuviera una única acepción.

Durante un par de semanas les voy a entretener con el texto de mi "última lección" como catedrático en activo. Agradezco la colaboración de los libertarios más curiosos que me proveen de bastimentos intelectuales.

Termino por donde empecé. Hace cuarenta años, en las primeras oposiciones a cátedra en las que participé, la "lección magistral" versó sobre la "Sociología de la vida cotidiana". Se trataba de una especie de ensayo simmeliano, lleno de citas para indicar que el opositor había leído. La elección del tema era lo que menos se podía esperar en un alevín de sociólogo volcado hacia la Sociología cuantitativa de la escuela de Columbia. El efecto sorpresa era la táctica obligada de un opositor. Uno debía dar cuenta de que estaba informado de otras cosas distintas de las que se presuponía. Ahora me ocurre algo parecido. Después de muchos años de análisis de la población española, culmino mi carrera de catedrático con una excursión a un territorio en el que formalmente soy incompetente: la Sociolingüística. Tengo mis razones para aventurarme por ese vericueto, como verá el que leyere.

La gran distinción sociológica no es entre lengua culta y lengua coloquial sino entre lengua y habla. La lengua es el repertorio de palabras que se aprenden para comunicarse. El habla es la lengua que realmente se utiliza de forma popular pero también en la expresión culta. El habla se refleja muy bien en los medios de comunicación escritos, en los electrónicos (radio, televisión) y a través de la combinación de ambos (internet). Pero sobre todo el habla se manifiesta en las conversaciones corrientes o en las disertaciones ante una audiencia. Diríase que el habla es la dimensión antropológica de la lengua.

En efecto, el habla es una condensación de los valores que rigen en una población. Es muy difícil determinar esos valores de una manera directa, preguntando a la gente. La dificultad está en que esa medición se ve alterada porque los informantes pueden ocultar o disimular sus verdaderos sentimientos. Pero cuando conversan, escriben o peroran, esas mismas personas dejan entrever algunos de sus valores en las palabras o frases que seleccionan de forma espontánea. Una ventaja para el observador del habla es precisamente el extraño impulso de los españoles que les lleva a conversar en voz extremadamente alta. Esa desmesura se practica en muchos lugares públicos y no se inhibe cuando es por teléfono. El observador no tiene que hacer especiales esfuerzos para enterarse de algunas conversaciones. No hace falta destapar los tejados como hacía el Diablo Cojuelo. Los tejados de los españoles son transparentes.

La diferencia entre lengua y habla es sobre todo estadística. La lengua cristaliza en las gramáticas y diccionarios de un idioma codificado, con el que uno se identifica. El habla es la selección práctica de los términos que son más usuales o característicos de una población. El contraste se establece con relación a los vocablos que se utilizaban antes o que se encuentran, traducidos, en otras lenguas. El estudio de la lengua suele ser histórico (cómo se forman los términos), comparativo (relación con otras lenguas) o prescriptivo (lo que es más o menos correcto). La lengua que más interesa a los lingüistas es la literaria. La observación sobre el habla es parte de un interés antropológico o de mera curiosidad, como cualquier otro aspecto de la vida colectiva. La lengua es sobre todo la escrita o "escribible", pero el habla incluye la forma escrita y la oral. Una distinción práctica es que la lengua romance que es el español se tiene que estudiar sobre la base del latín. La observación del habla requiere otro método igualmente comparativo, en este caso con el inglés, la actual lengua del imperio.

En inglés hay una gran diferencia entre la forma escrita y la oral (conversacional o coloquial), la propiamente hablada (by word of mouth). En español esa distancia es mucho menor. Eso significa que en español la forma escrita puede abundar en coloquialismos o que la conversación corriente puede parecer redicha. De ahí que el estudio del habla de los españoles se base en observar sus escritos, sus discursos y sus conversaciones. Es un objeto de estudio que promete ser un filón inagotable.

Nos dirigimos la palabra para cumplir muchos fines. Uno de ellos, no menor, es para entretenernos, pasar el rato, echar la tarde. En esos casos, que podríamos llamar lúdicos, se saca partido de uno de los graves obstáculos para aprender y dominar un idioma: que muchas palabras acumulan más de un significado. Esa dificultad intrínseca se transforma rápidamente en oportunidad cuando se comprueba que la ambigüedad de significados, la polisemia, es la clave del humor. No habría chistes, ni comentarios jocosos, ni simplemente chispeantes o agudos, si cada palabra tuviera una única acepción. Por otro lado, esa condición haría que los diccionarios fueran varias veces más gruesos de lo que son. En cuyo caso una persona mínimamente instruida tardaría muchos años en aprender el idioma propio y otros tantos si quisiera añadir uno extranjero. Así pues, no hay mal que por bien no venga y bienvenida sea la polisemia léxica. Desde luego, sin ella no habría Sociolingüística. Si los españoles fueran siempre "justos y benéficos", como quería la Constitución de 1812, no habría lugar para el Derecho.

El habla tiene un gran interés como objeto de observación sociológica porque, en un país como España, es de los pocos elementos aglutinadores de la nación. Los otros presentan un nivel más bajo de integración: la lotería, la religión católica, el fútbol, El Corte Inglés. Cierto es que muchos españoles tienen su propia lengua familiar que no es el castellano, pero casi todos ellos conocen también el castellano y lo hablan o lo leen con renovada frecuencia. Es más, nunca en toda la Historia ha sido tan alta como lo es hoy la proporción de españoles que hablan castellano. Por eso mismo podemos llamarlo español, según la etiqueta que se emplea cuando se contempla esa lengua desde fuera de España. Cierto es que hay varios idiomas en España, y por tanto todos ellos son españoles, pero no es menos verdad que el único en el que casi todos pueden entenderse es el castellano.

Se comprenderá que es el habla común lo que justifica que podamos referirnos con propiedad a la "sociedad española". Ese ha sido el objeto de atención preferente de mis pesquisas sociológicas a lo largo de mi vida profesional. Hay un corolario del carácter decisivo del habla común de los españoles para definirlos como nación. Los nacionalismos que intentan desmembrar esa nación española, centran su interés en "sumergir" a los escolares de sus respectivas regiones en la lengua privativa, la que no es el castellano. Pero ese intento de "inmersión" lingüística no ha desplazado el castellano como habla común.

Más que el idioma español o castellano, me interesa el habla actual de los españoles, es decir, la forma en que se expresan a través de los recursos de la lengua común. De sobra sé que ese interés se encuentra muy extendido. Somos legión los diletantes de la lengua, como lo son los de la música. No hace falta haber pasado por el Conservatorio (hermosa palabra) para gozar de la música, como tampoco se necesita ser doctor en Filología para disfrutar de la palabra. Algunos filólogos miran con suspicacia ese menester de un sociólogo que se ocupa del habla de los españoles. El desdén aparece cuando la observación se detiene en los aspectos políticos del habla. Pero resulta fascinante el dialecto politiqués, es decir, el que caracteriza a los políticos, entre otros personajes públicos. Al final la política (como tantas otras cosas) se resuelve en palabras. Como declama Hamlet: Words, words, words. Como escribe San Juan: In principio erat Verbum. Qué curioso, ese sonido wor y ver... indica el fluir de las voces humanas. Seguramente esa misma asociación está en gentilicios como beréber, ibero o bárbaro. No es casualidad que Babel pertenezca a ese mismo grupo de sonidos. La etimología de las palabras requiere más imaginación que experimentación. Históricamente, las primeras voces fueron onomatopeyas.

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