El hecho de que, en las sociedades actuales, los individuos desconfíen un tanto del prójimo se debe a que, a veces, lo consideran una amenaza potencial. Para conjurarla, se expresan dos aspiraciones, que pueden resultar antagónicas, por lo difícil que resulta conseguirlas con un grado aceptable: la libertad y la seguridad.
Asombra la cantidad de esfuerzos orientados a cultivar el anhelo de libertad o la sensación de seguridad. Estamos ante valores básicos, universales. La reciente pandemia nos ha revelado cuán endebles son las libertades elementales de movilidad y, no digamos, cuán lejos nos encontramos de que se nos garantice la completa asistencia sanitaria. Y eso, dentro de las democracias avanzadas. El resto de los países, por mucho que se digan "en vías de desarrollo", siguen vegetando en una sima de atraso invencible.
Aunque antagónicas en la práctica, la libertad y la seguridad, en principio, no tienen por qué ser adversativas. No resulta satisfactoria la declaración política de que se reconozcan ciertas libertades o de que las fuerzas y cuerpos que dicen de seguridad nos protejan adecuadamente. No hay más que decírselo, por ejemplo, a los habitantes de Ceuta y Melilla. No basta con que se reconozca legalmente el principio de libertad y de seguridad para el censo de los habitantes nacionales. Cada uno de ellos exige cotas crecientes de libertad y seguridad para sus personas o familias. No parece sencillo, si uno piensa que su modesta segunda residencia puede ser okupada, eventualmente, por alguna tribu de desalmados, que campan impunes.
La tradición de la derecha ha sido anteponer la libertad a otros valores de naturaleza política. La izquierda se ha inclinado más del lado de la seguridad, sobre todo, social. La síntesis entre las dos vías más parece una utopía. Es la que se verifica con algunos movimientos políticos, al pretender la síntesis de las dos opciones, por ejemplo, sublimándolos en un pretendido centro político. O lo que es peor, con la tentación de confesarse "ni de derechas ni de izquierdas". Es la senda que acaba en el partido único; en la práctica, la peor forma de opresión.
Una cosa son los principios y otra, los resultados. La combinación más acertada de libertad y de seguridad produce una benéfica sensación de tranquilidad en los que se dicen "ciudadanos". Pocas veces se consigue en un grado suficiente. Puede que lo fundamental no esté en ese resultado, sino el esfuerzo para llegar hasta él. Se corresponde con la situación ideal en la que las personas confían plenamente en la otra gente, no solo las que se introducen en el círculo íntimo del sujeto. Lo contrario de la tranquilidad es el permanente espíritu revolucionario. Hay personas que lo llevan consigo, como si fuera un tatuaje, hasta constituir una especie de doble personalidad.
Dado que la libertad no puede ser completa, se inventaron las libertades, en plural; unos las aprovechan más que otros. De tanto en tanto se añaden algunas nuevas, como esa extravagancia de constituir una familia en toda regla entre dos (o más) personas del mismo sexo. En cambio, hay otras libertades que van quedando arrinconadas, como el derecho a recibir la enseñanza obligatoria en la lengua familiar, sobre todo si coincide con la oficial del Estado. Es algo que en Cataluña no existe, en pago a una hegemonía racista vergonzante. Es la misma que asoma cuando los catalanistas sostienen que Ceuta y Melilla son "ciudades africanas". ¿Se atreverán a decir lo mismo, con idéntico deje despreciativo, de las Canarias?
Tampoco la seguridad puede alcanzar niveles del todo aceptables. En cuyo caso, la izquierda pasó a la invención de la seguridad social. En la práctica, funciona como una inteligente argucia para convencer a la población de que debe pagarla con sus cotizaciones y otros impuestos. De paso, se crea una ingente burocracia. Se evita la palabra impuestos, que se reserva para ciertos acrónimos (IBI, IRPF, IVA), con lo que adquieren la dignidad de las mayúsculas. Por eso se disfrazan con una floresta de términos: cotizaciones, cuotas, recargos, plusvalías, multas, tributos, derechos reales, gravámenes, tasas verdes, etc. Se incluyen, subrepticiamente, en otros pagos, como los recibos del agua, la electricidad, la gasolina o similares. El contribuyente, sumiso él, lo aguanta todo, incluso que lo llamen "ciudadano". El argumento de la constante subida de los impuestos es que hay que atender a las crecientes necesidades de los servicios públicos. En ellos se incluyen los que significan un modo privilegiado de vivir para "los que mandan".