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Amando de Miguel

Los funcionarios no funcionan

En el fondo se trata de una extraña vuelta al sistema de los funcionarios cesantes del siglo XIX. Solo que ahora nadie cesa, simplemente cada nuevo Gobierno añade su propia camada de servidores del partido, que pasan a serlo del Estado.

Menudean ahora las manifestaciones y caceroladas de grupos de funcionarios agraviados con los famosos recortes de los ingresos que dicta el Gobierno desesperado. Los vemos, incluso, protestando en la calle con sus batas asépticas de sanitarios o de investigadores.

No nos percatamos bien del hecho basal: en los últimos decenios ha crecido desmesuradamente la hueste de los empleados públicos. Se emplea ese término más generoso para indicar que, junto a los funcionarios de carrera o por oposición, están los nombrados a dedo por razones personales o de clientelismo político. Esa acreción se ha debido sobre todo al Estado de las autonomías.

En el fondo se trata de una extraña vuelta al sistema de los funcionarios cesantes del siglo XIX. Solo que ahora nadie cesa, simplemente cada nuevo Gobierno añade su propia camada de servidores del partido, que pasan a serlo del Estado. Ante ese fenómeno, no extrañará que el Gobierno acuerde la reducción de los ingresos de los servidores públicos con la consiguiente protesta de los interesados. Entramos en una polémica que va a más.

Francisco J. Bastida, catedrático de Constitucional, razona que quienes más desprecian a los funcionarios de carrera son los políticos. "Están tan acostumbrados a medrar en el partido a base lealtades y sumisiones personales que, cuando llegan a gobernar, no se fían de los funcionarios que se encuentran". Eso es lo que produce la hipertrofia de cargos de confianza o de cargos de libre designación, que se añaden a la nómina de funcionarios de carrera. Es claro que esos otros servidores públicos nombrados a dedo son más de fiar para el político, sencillamente porque no le recuerdan que hay que cumplir las leyes.

Javier Enríquez de Salamanca trabaja en un pequeño hospital público, que cuenta con seis directores o directivos, todos a dedo. Se añade un batallón de secretarias y otros empleados, igualmente nombrados por designación directa. Como puede verse, estamos muy lejos del funcionariado de carrera.

Seguimos con la sanidad, la zona que genera más conflictos. Recibo algunos correos que contradicen la creencia del público sobre la excelencia de ese servicio público. Solo una ilustración. Me escribe la mujer de un médico que trabaja en un hospital de Castilla y León. No se queja tanto de la eliminación de la paga extraordinaria sino que a los médicos les han dejado de facilitar la comida y la cena cuando están de guardia en el hospital. Sería fácil que les dieran la misma comida que reciben los pacientes, pero los médicos se tienen que llevar las viandas de su casa. Mi corresponsal razona que no es una cuestión económica sino de dignidad. Creo que tiene razón.

Al final el problema es de productividad. Las funciones del Estado actual son más o menos las mismas que las de hace una generación. Ahora bien, el número de empleados públicos (incluyendo los cargos de todos los niveles) se ha duplicado o triplicado en ese mismo lapso. El Gobierno central y todavía menos los Gobiernos de las regiones no se atreven a prescindir del nutrido ejército de servidores públicos, que lo son más bien del partido. Por tanto, no hay más opción que reducir los ingresos del funcionariado. Es un estamento tradicionalmente tranquilo con su suerte que ahora se nos hace levantisco. Ahí se ve, una vez más, que las palabras no conservan siempre la misma significación social.

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