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Amando de Miguel

Monólogo de la lengua

Durante mucho tiempo creí que mi afición por las cuestiones lingüísticas era una manía personal, algo así como un desahogo intelectual de los más agobiantes menesteres profesionales. No ha sido así. Como tantas veces ocurre, la realidad ha desbordado las impreisiones personales. Resulta que la manía lingüística es bastante general. Son muchas las personas, de toda condición, fascinadas por los usos del lenguaje. Interesan varias cuestiones: el origen de las palabras y de los dichos, los distintos sentidos de una misma voz, la ideología que subyace al habla, el discurso de los políticos.
 
No es casualidad que la lengua sea uno de los órganos más sensibles del cuerpo, el que responde a los estímulos del gusto y del tacto. Al mismo tiempo es también el que posibilita el habla. Esa correspondencia nos lleva a suponer que la operación de conversar, de ser escuchados, resulta sumamente placentera.
 
Para dar idea de que nos embarga una intensa emoción solemos decir que “no hay palabras”. Claro que las hay. Es más, seguramente las emociones no serían tales si no acabaran troquelándose en palabras, expresiones, dichos.
 
El universal deseo de racionalidad nos impele a suponer que el lenguaje se hizo para comunicarse, entenderse y comprenderse. Esa declaración es solo una parte de la realidad, que además es bivalva. Cierto es que con el lenguaje nos entendemos, pero también necesitamos las palabras para engañar al prójimo y aun engañarnos a nosotros mismos. Si los animales no hablan es porque no necesitan engañar tanto a sus congéneres.
 
Puede resultar confuso e incluso molesto el hecho de que el lenguaje esté lleno de ambigüedades y rinda culto a la metáfora y a otras figuras retóricas. Pero, si no fuera así, si hubiera que llamar siempre “al pan, pan, y al vino, vino”, las conversaciones y los debates podrían degenerar en insultos y violencias.
 
La lengua está en incesante movimiento solo que a ritmo lento, como el de un glaciar. El Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) solo puede registrar una fotografía de ese movimiento muy de tarde en tarde. Los diccionarios de uso son algo más sensibles, pero no llegan a recoger los más recientes espasmos del idioma vivo. Un ejemplo. Uno de los sustantivos que más se emplean hoy día es la “internet”. Todavía se suele escribir “Internet”, con mayúscula y sin artículo, como si fuera una institución y no un sustantivo. El DRAE no recoge la voz en ninguna de sus formas; tampoco “internauta”. El Nuevo Diccionario de Manuel Alvar trae “internauta” como “usuario de la red informática Internet”. El más completo Diccionario de Manuel Seco y colaboradores no acoge “internet” ni “internauta”. El Diccionario panhispánico de la Real Academia Española introduce “Internet”, con mayúscula y sin artículo, aunque da la opción de la minúscula y con artículo femenino. Todavía no se ha producido el salto lógico de escribir “la interné”, que es como se habla. Desde luego, queda descartada, por cacofónica, la versión castiza de “interred”.
 
Casi todas las polémicas y diatribas políticas se pueden reducir a palabras, en el sentido de que los contendientes emplean expresiones con un sentido particular que pretenden hacerlo general. Se podrá discutir la existencia de un grupo ideológico dominante, a sí mismo llamado “progresista”. Es menos dudoso que esté vigente y domine un modo progresista de hablar públicamente. Por ejemplo, si el Gobierno cede ante los postulados de la ETA, esa rendición incondicional aparece como “proceso de paz”. ¿Quién osará argüir que es contrario a la “paz”? Por lo mismo, el pensamiento progresista dominante hace ver que, si se subvenciona la energía eólica, esa acción contribuye al “desarrollo sostenible”. ¿Quién se atreverá a favorecer un desarrollo “insostenible”? En ambos casos, y en otros muchos, el debate político es nominalista, en el que es decisivo el sentido de las palabras, más allá de otras cuestiones de mayor sustancia.

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