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Amando de Miguel

Razones para la esperanza

El pueblo español ha solido dar muestras de una gran vitalidad en los momentos de mayor hundimiento de sus minorías rectoras.

Los lectores ya saben que el tono moral de mis comentarios es de un escrupuloso pesimismo. Alego en mi defensa que los pesimistas bien informados suelen mantener muchos argumentos para la esperanza. Eso es así porque son capaces de otear el futuro posible a través de las adversidades.

Puede que las circunstancias de extrema dureza conduzcan a planteamientos ingeniosos. Se suele citar el ejemplo eximio de Renato Descartes, sumido el pobre en la miseria de un barracón militar durante un periodo de intermitentes nevadas. Era la pequeña glaciación del siglo XVII. Fruto de esa forzosa reclusión, el amigo Descartes tuvo la iluminación de escribir el Discurso del método. Fue uno de los libros más influyentes de la historia del pensamiento.

Me considero un comentarista sin apetencias filosóficas, pero también he sufrido el confinamiento de más de un año a causa de la pandemia del virus chino. Ese lockdown ha supuesto la ventaja de poder terminar dos libros, quizá los más trabajados de toda mi obra: España autoritaria y Dios en la novela española. Algunos amigos me envían estos días libros que acaban de terminar, puede que asimismo como consecuencia del confinamiento. Por ejemplo, los de Gustavo C. Carrasco, sobre lingüística, tan amenos, y el colosal ensayo de José Antonio Gómez Marín, La apuesta de Dios.

Bien es verdad que el confinamiento prolongado ha supuesto una pérdida muy valiosa: las habituales tenidas con un montón de amigos. Pero, en su lugar, me he visto favorecido con las continuas comunicaciones, vía telemática, con algunos de mis corresponsales. Cito a vuelatecla, sin ningún orden, algunos de esos amigos internéticos: Juan Luis Valderrábano, Carlos Díaz, Ángel Martínez de Lara, José Luis García Valdecantos, Damián Galmés, Gonzalo González Carrascal, Andrés Caparrós, José Antonio Martínez Pons, Jesús Martínez Paricio, Horacio Silvestre, José María Tortosa, Maciej Rudnick, Massimo Turbini-Bonaca. Son una muestra, más vocal, de una lista más amplia, que resultaría interminable. Todos ellos me inundan continuamente con comentarios, ideas y sugerencias. Me apresuro a añadir la paradoja de que con algunos de esos nombres no he tenido nunca una conversación presencial. Son, literalmente, nuevos amigos en línea. Con algunos otros me reunía, antes de la plaga, a tomar chocolate con churros. Qué desgracia la mía, ahora el médico me ha prohibido el chocolate. Habrá que conformarse con el poleo.

Asocio el lockdown de la pandemia con la fiesta del estero, en la época de la Restauración, hace más de un siglo. Llegado el invierno, los ministerios arbitraban unos días de fiesta para los funcionarios. Era el momento dedicado a rellenar de alfombras los despachos de los altos cargos. Con la llegada de la primavera se repetía el rito con el desestero: quitar las alfombras. Ya sé que no es lo mismo, pero, el confinamiento pandémico nos ha servido a los supervivientes como una especie de asueto. De ahí la mayor dedicación joyosa a teclear el ordenador.

Se me dirá: ¿qué pasa con las anunciadas esperanzas para el bienestar de los españoles? Aplico el mismo esquema del reto-respuesta que sirve para Descartes. El caos de la pandemia y de la hecatombe económica no puede ser más duro. Sin embargo, desde la sima abierta (eso significa el caos para los helenos), cabe contemplar el porvenir con una cierta esperanza. La razón es histórica. El pueblo español ha solido dar muestras de una gran vitalidad en los momentos de mayor hundimiento de sus minorías rectoras. Puede que se repita esa constante. Ya sé que confundo las razones con los deseos, pero como todo el mundo.

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