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Andrés Freire

Contra los centros culturales

Lo confieso. Fue el diario populista británico The Sun el que me abrió los ojos ante los museos, salas de ópera y demás gastos suntuarios en el campo de la cultura. El periódico publicaba en su portada la foto de un hombre de mediana edad, gordo, satisfecho y sonriente, que entraba todo elegantón (y un tanto achispado) en el Covent Garden del brazo de una joven rubia y hermosa. La fotografía iba acompañada por un texto pleno de matices, de los que tanto gusta The Sun: “Disfruta, gordito, porque tu entrada de ópera nos cuesta 2000 libras”.

Vista desde esa lógica, la cacareada promoción de las artes y la cultura es ante todo un modo de financiar con dinero de todos las diversiones de un reducido grupo de gentes. Yo mismo, lo admito, he colaborado en el expolio. En una ocasión, acudí a una exposición en el Centro Galego de Arte Contemporánea (sic). El edificio es magnífico y lo es más el parque que lo rodea, y por eso fui. Pues bien, tiempo después, tuve ocasión de leer un informe sobre museos españoles en el cultural del ABC. Entre los datos que aportaba, estaba el de que dicho museo costaba 400 millones anuales y en el año que yo fui lo habían visitado 30.000 personas. O sea, mi visita había costado a los contribuyentes gallegos ¡13.000¡ pesetas. Si alguno de ellos lo lee, le pido disculpas. Tampoco disfruté tanto.

Y lo peor está por llegar. El llamado Efecto Guggenheim ha convencido a muchas autoridades de que es posible conciliar un edificio faraónico que perpetúe su nombre con la rentabilidad económica. Varios dirigentes autonómicos se han lanzado a la construcción de su propio Megaproyecto cultural. En Galicia, me temo, la llamada Cidade da Cultura está bastante avanzada.

Su ideólogo es el Conselleiro de Cultura Xesús Pérez Varela. ¿Y qué razones le impulsan a construir un Guggenheim donde ya hay una Catedral como la de Santiago? Son dos los motivos que, según él, justifican esta inversión de 20.000 millones de pesetas. El primero es “la recuperación del orgullo de ser gallego”. El segundo es el de la rentabilidad económica del proyecto gracias a la atracción mediática y turística que generará.

Lo de la recuperación del orgullo de a nosa galeguidade pilla un tanto de sorpresa a los que no sabíamos que teníamos que estar avergonzados de ser gallegos. Y además, nos lleva a una nueva duda: el proyecto lo ha diseñado un arquitecto americano, y lo construye una gran empresa nacional: Por consiguiente ¿qué mérito tiene Galicia en todo ello, aparte de poner el terreno y los millones?

En cuanto al segundo motivo, ojalá tan magna obra sea rentable gracias a su impacto sobre el turismo. Pero si este es el objetivo, lo suyo sería que la Asociación de Hosteleros y Comerciantes de Santiago fuera quien la financiara.

Pero, ¿qué le vamos a hacer?, la opinión pública suele gustar de estos gastos suntuarios. Los intelectuales aplauden el compromiso cultural y los políticos hinchan sus pechos al inaugurarlos (como si los hubieran pagado de su bolsillo). Sólo nos quejamos los malcontentos de siempre, insensibles ante tanta maravilla.

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