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Andrés Freire

La Arquitectura de la Xunta

Cuenta Paul Johnson en su apasionante libro El nacimiento de lo moderno que en las primeras décadas del XIX el Secretario de la Oficina Colonial dirigía las entonces 36 posesiones británicas en el mundo con la ayuda de un subsecretario y unos pocos oficinistas que se ocupaban del papeleo. La sede del ministerio no era más que una casa normal en Downing Street. Y en la Cámara de los Comunes había parlamentarios que vigilaban de cerca los gastos y la eficacia del Gobierno.

Suelo acordarme de esa historia cada vez que paso por delante de la sede institucional que la Xunta de Galicia acaba de inaugurar en Vigo, y que acoge a sus subdelegaciones en la ciudad. Se trata de dos pretenciosos mamotretos, uno de 10, otro de 8 alturas, que ocupan el lugar de privilegio vigués, en el centro junto a la Ría. Una zona que se pretendía de ocio y peatones, claramente inadecuada (como pronto se ha demostrado) para las necesidades de acceso y aparcamientos que requiere un centro de gestión. Así se lo había advertido un alcalde del PP al gobierno gallego cuando éste hizo público el proyecto. Pero don Manuel Fraga tronó, y no hubo más objeciones. La Xunta quería el mayestático edificio, y lo quería allí, en el centro, para mostrar así a todos con claridad que había un nuevo jefe en Vigo y estaba allí para quedarse. El ciudadano perspicaz no se sorprendió de que la Xunta diera más importancia a la demostración de su Imperium que al buen servicio a los ciudadanos.

No era esto lo que nos anunciaban los publicistas de la España de las autonomías. ¡Qué falsa suena hoy, qué mendaz, toda aquella retórica de la descentralización, de la necesidad de acercar la administración a los ciudadanos! Y al final resultó que nos hallamos ante un cambio de emplazamiento del poder, que antes residía en Madrid, ahora en Santiago (el consenso en Vigo es firme; nos trataba mucho mejor Madrid). ¡Y qué poder, el construido en torno a la autonomía¡ Meticón, omnipresente, paternalista, clientelar, ineficaz. Y caro. Quien hizo el edificio desconoce el santo temor al déficit, y a algo aún peor que el déficit: los gastos fijos.

Es amplia y cómoda la senda que conduce a la bancarrota. Y difícil es de enmendar una burocracia ya instalada. Siempre en expansión, siempre en busca de más presencia y más fondos, con una inercia que la empuja hacia el anquilosamiento. ¡Qué esfuerzos aguardan a quien intente reducir y renovar una burocracia como la gallega, repleta de jóvenes que se han hecho a la idea de no tener que volver a trabajar duro en su vida!

Pocos en Galicia plantean ciertas dudas en alto. Una vez que dejen de fluir los fondos europeos (ocurrirá pronto), ¿quién hará aquí las inversiones? Cuando se reduzcan las transferencias interautonómicas en España (ocurrirá algún día), ¿cómo se financiarán los gastos públicos? El gobierno gallego olvida esas cuestiones que acechan en el futuro, al tiempo que crea una burocracia grande y torpe que amenaza con comerse la riqueza de la autonomía sólo para mantenerse a sí misma.

En España

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