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Andrés Freire

¡Peligro, Eurócratas!

El europeísmo primario que domina nuestro país provoca que no se preste la debida atención a los peligros de la eurocracia que se está forjando en Bruselas. La Comisión Europea, como toda burocracia, busca aumentar su presupuesto y poder. Lo que la hace excepcional es que fue fundada precisamente para eso, para incrementar su poder subrepticiamente con el fin de alcanzar una “unión cada vez más estrecha”. Es el famoso funcionalismo europeo.

El contexto social en que viven los eurócratas en Bruselas está desconectado del de los territorios que gobiernan. Su misma lejanía, tanto física como política, implica que la Comisión trabaje en silencio, atentos a su trabajo sólo aquellos que han creado a su vera una infraestructura de apoyo; los lobbies empresariales, que vigilan de cerca los reglamentos y acuerdos comerciales con el fin de limitar cualquier atisbo de competencia. Y los grupos de presión dedicados a la ingeniería social (feministas, homófílos, ecologistas, proemigrantes, psicosanitarios...), que han encontrado en los presupuestos comunitarios una fuente que succionar, y en las directivas europeas una cuña por donde penetrar las legislaciones nacionales.

Pero, sin duda, lo que hace especiales a los eurócratas es su nada oculta condición de Déspotas Ilustrados. Conjugan, como los antiguos, el utopismo nacido del sueño de la Razón con el evidente desprecio hacia las masas incapaces de entender su tarea. Se sienten, y así lo dicen, la vanguardia que ha de guiar a Europa en la única dirección posible, su unión definitiva. De ahí que quien se les opone (Haider, LePen) no merece la condición de adversario político legítimo, sino la de enemigo de Europa, y por ello de la Civilización y la Humanidad.

Recuérdese, por ejemplo, su reacción ante el referéndum irlandés sobre el tratado de Niza. El triunfo del No fue la victoria del egoísmo, la ceguera, la demagogia y el nacionalismo. Obsérvese, además, que a efectos de la Comisión (los mismos que van por el mundo dando lecciones de democracia), aquel voto fue un acto político irrelevante, y afirmaron que el tratado que les ata, no les ata del todo, y que encontrarían piruetas legales para saltar por encima de los errores del pueblo. Invariablemente, lo único que resulta de estos brotes de oposición es un refuerzo de la comunicación comunitaria. Lo que ellos llaman “ampliar el diálogo con los ciudadanos”, y el resto considera propaganda.

Y hoy, más que nunca, es pertinente recordar estas obviedades a causa del ímpetu con el que nuestro país presiona por desplazar al Consejo Europeo las decisiones en materia de inmigración. Allí tendrá voz y mano la Comisión, de lejos la institución que con más simpatía mira la llegada de inmigrantes a Europa. Por varias razones: la lógica tecnocrática que la anima, el peso que las ONG del subdesarrollo tienen en su toma de decisiones, y otra que no dirán, pero que los burócratas eficientes que gestionan la Comisión ya habrán observado; los nuevos europeos pueden ser un instrumento muy útil para alcanzar el objetivo con el que fue fundada la institución: acabar con los viejos estados nacionales.

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