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Andrés Freire

Una guerra bastante convencional

Los generales del Pentágono temían la posguerra mucho más que la guerra. La idea de ocupar militarmente un territorio hostil, donde todo vecino, todo vehículo es visto como una amenaza potencial, les resultaba altamente inquietante. Por ello, plenamente conscientes del objetivo político de su misión –abandonar Irak en pocos meses dejando tras de sí un gobierno aceptable tanto para Estados Unidos como para la propia población–, iniciaron la campaña con una serie de acciones más simbólicas que militares. La idea era propiciar un cambio de régimen en Bagdad con el mínimo daño posible al estado iraquí.

Lo más sencillo de todo hubiera sido “decapitar” el régimen de Sadam tal como se intentó en la primera noche de la campaña. De acuerdo con las especulaciones publicadas hasta ahora, un alto cargo del régimen –la Red, fértil en rumores, señala a Tarik Assid como el traidor– indicó a la CIA dónde iba a dormir Sadam esa noche. De ahí el sorprendente arranque de la guerra.

Esa misma voluntad de no alienarse la simpatía de la población, llevó al general Franks a rechazar la estrategia propugnada por la Air Force de “conmoción y pavor”. Los primeros bombardeos atacaron objetivos simbólicos y vacíos. Las espeluznantes bombas que contemplamos en nuestra televisión eran lanzadas con toda meticulosidad para que no hicieran daños indeseados. Su utilidad militar fue nula. Su impacto psicológico, curiosamente, fue mucho mayor entre quienes lo veíamos en nuestros sillones, que para los endurecidos y sufridos iraquíes. De ahí que una extraña sensación de guerra de mentirijillas se apoderara de quienes contemplábamos en los primeros días una Bagdad comunicada con el mundo, con luces, atascos y viandantes que curioseaban los escombros.

Esa sensación acabó el domingo, cuando llegaron noticias de una batalla de tanques en el puente de Nasiriya, de ataques a la frágil retaguardia aliada; cuando supimos que las Ratas del desierto tenían que retirarse de Basora. Y en fin, comprendimos que iba en serio cuando llegaron imágenes de los primeros prisioneros americanos. El ejército de Irak no se derrumbaba cual castillo de naipes y, para derrocar a Hussein, a falta de milagros o un golpe de fortuna, era menester luchar una fea guerra

Con los primeros reveses, han llegado también las dudas y las primeras críticas. ¿No había demasiado optimismo previo?, ¿no es la estrategia demasiado arriesgada, demasiado futurista? ¿no serán necesarios refuerzos? Voces también cualificadas opinan, sin embargo, que el avance de las tropas angloamericanas sigue siendo espectacular, las bajas muy escasas, y los periodistas encamados con los soldados tienden, como es hábito en su oficio, a exagerar.

Sea como fuere, el enfoque previo de los militares, un tanto posmoderno por cierto, que buscaba la victoria ganándose el corazón y la confianza de los iraquíes, no parece estar teniendo demasiado éxito. Los comandantes americanos tendrán que pensar en el método clásico de victoria: quebrar la voluntad del enemigo mediante el uso del temor y la violencia. A partir de ahora, los ataques serán mucho menos discriminantes.

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