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Antonio Golmar

Ayer, en el cementerio de Praga

Uno de los rasgos principales del radicalismo es "el uso fraudulento y falaz del lenguaje, que de esta forma pretende ocultar sus decisiones y objetivos reales".

Hace cuatro años, Ferran Gallego publicó en Cuadernos de pensamiento político un análisis sobre la situación política de España titulado Pluralidad, soberanía, legitimidad. El profesor denunciaba "la desautorización misma del proceso de formación de la democracia moderna en España" por parte de sectores izquierdistas y nacionalistas. Comportamientos como los de Carod-Rovira amenazaban con hacer imposible la convivencia. La reivindicación de la España plural equivalía a "la abolición del principio de soberanía nacional", un proceso facilitado por las concesiones a grupos marginales identitarios, los cuales "alimentan la sensación de comunidad en unos puntos y la afirmación de extrañeza en otros".

Lourdes López Nieto afirmaba el pasado verano en la misma publicación que la vuelta de Zapatero al radicalismo abandonado por sus predecesores impedía recuperar los grandes consensos alcanzados durante los años de Gobierno del PP. A la vista del contenido de aquellos acuerdos, uno tiende a pensar que lo mejor es que alguno de ellos nunca se hubieran producido. Sea como fuere, lo cierto, como indica la autora, es que uno de los rasgos principales del radicalismo es "el uso fraudulento y falaz del lenguaje, que de esta forma pretende ocultar sus decisiones y objetivos reales".

La transformación del concepto grupo de presión por "movimiento social" o "acción colectiva" es una de las pistas proporcionadas por la autora, quien menciona la política de género y la interculturalidad propuesta por algunos como ejemplos de esta táctica política.

Estos movimientos, grupos animados por el deseo de provocar cambios sociales profundos y que recurren a métodos poco convencionales, son por definición radicales, y por tanto especialmente propensos a minar el pluralismo, la democracia, la libertad, y por supuesto la paz, los mayores obstáculos para sus objetivos.

Sería erróneo asignar a la izquierda el patrimonio exclusivo de estos movimientos o su uso para alcanzar el poder. De hecho, algunos de los más exitosos pertenecen a lo que solemos denominar derecha. Basta hojear El fascismo, de Stanley G. Payne, para darse cuenta de que el fascismo y el protofascismo tuvieron su origen en este tipo de grupos. La historia del antisemitismo confirma la hipótesis. En 1894, el social-cristiano Karl Lueger se hacía con la alcaldía de Viena gracias al apoyo de diversas organizaciones, algunas públicas y otras semi-secretas, que culpaban a los judíos y a su supuesta alianza con socialistas y liberales de la degeneración moral de Occidente. Curiosamente, acusaban a los judíos de urdir planes conspiratorios imaginarios muy parecidos a los suyos.

Lo mismo sucedió en Francia durante el affair Dreyfus: una conspiración cuyos brazos ejecutores fueron los pseudo intelectuales y propagandistas del periódico La Libre Parole dirigido por Édoudard Drumont, autor de Socialismo cristiano. Buscaban destruir la república y vaciar Francia de judíos. Nada mejor que usar al hijo de una rica familia judía plenamente asimilada para lo bueno (patriotas como los que más) casi tanto como para lo malo (involucrados en los mismos casos de corrupción que el resto de las grandes fortunas del país). Que Alfred Dreyfus fuera capitán era un insulto demasiado grave para ser ignorado, y al mismo tiempo una oportunidad de oro para presentar a los hebreos como un grupo dañino e irrecuperable para la sociedad. Era su nacimiento, no su conducta, lo que les confería el estigma imborrable.

Menudearon los ataques antisemitas encabezados por el "yo tengo amigos judíos", que sin embargo no restaban un ápice de intensidad a las diatribas contra el carácter inherentemente perverso de esa gente, que incluso podría ser tolerada siempre y cuando reconociera su naturaleza depravada y su influencia diabólica. Esto incluía la aceptación de un estatus subordinado. Fuera del ejército, la política y los medios de comunicación, los judíos retornarían a los roles que nunca deberían haber abandonado: sastrería, perfumería, antigüedades y otras actividades comerciales que tanto placer producen a las damas de cierta posición social y que resultan deliciosamente inofensivas.

Todas aquellas leyendas, cristalizadas en el demencial La Francia judía de Drumont, deudor de Les juifs, Rois de l’époque, del paleo nacional-cristiano-socialista Toussenel, prepararon el terreno para la aparición de Los Protocolos de los Sabios de Sión, esa mentira que, como indica Hadasa Ben-Itto en su libro de 2004, no ha querido morir, y que según Jon Juaristi:

Se revelan así como el punto de encuentro entre el antijudaísmo tradicional, de signo religioso, y el antisemitismo moderno, antirreligioso o neopagano. El mito católico de la conspiración judeomasónica encuentra en ellos una formulación actualizada y el mito ario del nazismo una confirmación de sus paranoias. En lo que a España se refiere, es innegable que proporcionaron a la derecha antirrepublicana el ingrediente ideológico que hizo posible soldar el tradicionalismo al nuevo nacionalismo de orientación totalitaria.

En la actualidad, Los protocolos es un libro bastante comprado, y presumo que también leído, en varios países árabes. Por desgracia también aquí algunos parecen desear que la mentira siga viviendo. Por qué lo harán es algo que llevo meses preguntándome.

Volviendo a la Francia de Dreyfus y Drumont, en su libros L’antisemitisme de plume y La Gauche reacctionarie (o la derecha revolucionaria, según nos dice su autor) los historiadores Pierre-André Taguieff y Marc Crapez nos cuentan lo que fue de los colaboradores de La Libre Parole. La mayoría terminó a partes iguales en grupos comunistas y fascistas, y varios acabaron colaborando con los nazis.

Resulta imposible entender el totalitarismo sin los movimientos sociales, recipientes y difusores por excelencia de discursos comunitaristas, esencialistas y excluyentes y de cualquier tipo de marco político conspirativo. Sólo tienen que cambiar el objeto de su odio para que los espíritus de Drumont y sus secuaces renazcan.

Otro día les hablaré de la proyección psicológica, ese mecanismo consistente en achacar a los demás rasgos propios que uno considera indeseables, como elemento esencial del radicalismo político. Lo peor que le puede ocurrir a un radical es verse obligado a mirar de frente lo que él mismo es, pero se niega a aceptar. Los ejemplos abundan.

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