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Antonio Robles

Certificado de arraigo

Al fin y al cabo, aquel niño boliviano de ojos tristes a quien condenamos a permanecer encerrado en una aula de acollida en la que nadie se dirigirá ni una sola vez a él en su idioma no es más que una abstracción. Lo real es el Absoluto.

Ahora que los libros me esquivan, la realidad extraña de la política me ha traído a la memoria la Fenomenología del Espíritu, de Hegel. Un libro fascinante y extrañamente perturbador que constituye, probablemente, una de las cimas de la metafísica occidental. Y andaba dándole vueltas a una de las claves de bóveda del sistema hegeliano, la inmanencia del Absoluto: Dios no es, de ninguna manera, trascendente o ajeno a la naturaleza, sino que en su desplegarse se aliena en forma de naturaleza y humanidad. De esta manera, contra la tradición judeo-cristiana, Hegel defiende que el mundo no ha sido creado por Dios, sino que el mundo es el mismo Dios que, en su existir dinámico, se transforma en todas las cosas. El Absoluto no es un ser acabado, sino un éxtasis, El Absoluto no es todavía, será solamente al término de su evolución. Antes de alcanzar la plenitud de ser él mismo como resultado, es el proceso de generación del universo. Es decir, es estrictamente inmanente a la naturaleza y al espíritu, constituyendo por su desarrollo todo objeto y todo pensamiento.

Y andaba dándole vueltas al asunto: cualquier ser particular no es, pues, más que un momento, una fase de este movimiento auto creador. La individualidad, por eso, es pura ficción, la única realidad es la totalidad. Lo concreto es abstracto: considerar cualquier individualidad, en sí misma, separándola artificialmente del movimiento que la constituye, es abstraerla. Es real únicamente en tanto que instante, que escalón en el desarrollo dialéctico del Absoluto.

La individualidad, en sí misma, no tiene ningún sentido. De hecho, La individualidad no es real, lo único real es la idea, el Espíritu, el Todo que avanza desde las tinieblas hacia el autoconocimiento pleno.

Andaba, digo, disfrutando de la oscura complejidad y la fuerza de la Fenomenología cuando caí en la cuenta. La tremenda fuerza de una totalidad que, en su abrirse paso, arrasa con cualquier vestigio de particularidad, borrando de la faz de la tierra cualquier indicio de singularidad. ¡Demonios! ¡Demonios! ¡Son hegelianos! Lo que tomaba por indiferencia, insensibilidad humana, ceguera respecto a los auténticos problemas del ciudadano de a pie, lo que tomaba por crueldad nacionalista no es más que conciencia hegeliana: el Absoluto –es decir, el Absoluto Nacional Catalán– es tan bello, tan sublime que debe construirse aun a costa de suprimir cualquier carácter diferencial, de anular cualquier vestigio de pensamiento crítico, debe construirse aun a costa de la manipulación, la imposición interesada, la tergiversación de la historia y de la geografía, la negación de la evidencia.

Al fin y al cabo, aquel niño boliviano de ojos tristes a quien condenamos a permanecer encerrado en una aula de acollida en la que nadie se dirigirá ni una sola vez a él en su idioma no es más que una abstracción. Lo real es el Absoluto. Esta incapacidad perceptiva hacia lo singular quizás esté en la base de declaraciones tan absolutamente increíbles como las que acaba de realizar el presidente Montilla: las autoridades catalanas negarán el certificado de arraigo –documento imprescindible para regularizar la situación de un inmigrante– a todos aquellos nouvinguts que no consigan acreditar un nivel suficiente de dominio de la lengua catalana. Pero que no se preocupen, los cursos de catalán serán gratuitos.

Es la belleza de un ideal imponiéndose e invisibilizando el sufrimiento, la tragedia, la desesperación singular de personas, muchas de las cuales apenas saben escribir en su propio idioma, a quienes se le exige un sacrificio desmesurado para poder quedarse entre nosotros. Aún recuerdo a un peón de albañil, analfabeto y diáfano, batirse contra el código de circulación, eso que decíamos teórica cuando nos sacábamos el carné de conducir. La ínfima circunstancia de su analfabetismo le había desentrenado para esos simples menesteres intelectuales.

Es lo que tiene el Absoluto, que te sirve para abrazarlo todo y, en el abrazo, ahogar las partes.

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