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Antonio Robles

El trolavirus

Todo es mentira, menos su determinación por sostener el poder a costa de cualquier valor y responsabilidad.

Poco a poco el coronavirus nos mata, a la vez que nos inmuniza contra esa parte adolescente de la sociedad del bienestar empeñada en vivir en un videojuego.

Inconscientes, ignorantes del esfuerzo hecho por generaciones durante siglos, vivíamos en las sociedades opulentas como niños malcriados convencidos de que no existía la muerte, ni la interrupción sin antídoto de nuestras seguridades. El revés lo confundimos con un virus biológico, cuando en realidad es un virus cultural infectado de ignorancia y soberbia sin límites.

La vida siempre ha sido un paréntesis maravilloso, rodeada de amenazas, de incertidumbres y dolor. La seguridad, la comodidad y la libertad, un lujo de hace cuatro días. Los valores para sostenerlos, una necesidad que hemos desechado. Nos habíamos acostumbrados tan rápido a creernos que eso era lo normal, que las últimas generaciones han perdido la dimensión del enorme esfuerzo de las generaciones precedentes por asegurarlo.

De esa ignorancia, el adanismo. De esa opulencia, el derecho a todo, ahora y sin límites. De esa inconsciencia, la soberbia adolescente de suponer que lo heredado era por definición desechable. Empezando por instituciones del Estado que son imprescindibles para garantizar esas seguridades. Como el ejército, la policía, los funcionarios del Estado, o la sanidad y la educación públicas. Y su sostenimiento, la garantía ante la ineptitud de los políticos de turno.

Ahora incluso, cuando la biología nos recuerda cuáles son los problemas políticos de verdad frente a las frivolidades adolescentes de quienes nos gobiernan, seguimos sin ver que el virus más temible no es el coranovirus, sino el virus de la estafa política zurcida de mentiras que destruye los valores sobre los que descansa la confianza entre representantes y representados hasta darla por perdida como si fuera una fatalidad. Incluso engendra supersticiones para que la digeramos con normalidad: "Todos los políticos son iguales...", una manera de colonizar nuestro modo de ver el mundo y pervertirlo. ¡Ojo con afearlo!, oponerse a ello es ingenuidad, bisoñez o fascismo. Los intelectuales de la cosa. Hasta aquí llega la impostura.

Uno asiste perplejo al esfuerzo del Gobierno por acabar con la pandemia, y se da cuenta horrorizado de que está más dirigido a quedar bien ante la crisis que a combatirla con eficacia. Precedido de mentiras, constituido por propaganda, y dirigido por estafadores profesionales de la palabra dada, han convertido la promesa en un chiste y la disculpa en un fraude. Todo es mentira, menos su determinación por sostener el poder a costa de cualquier valor y responsabilidad. Hasta llegar a la náusea. No es tolerable que censure las preguntas de la prensa, no es tolerable que ocultase el positivo de la vicepresidenta Carmen Calvo hasta que la evidencia fue insostenible, ni que ingresase en una clínica privada después de dar la tabarra con la sanidad pública. No es porque no pueda, es porque no debe hacer pedagogía de la incoherencia. No es tolerable que hayan tratado de poner fecha del inicio de la pandemia un día después de la manifestación feminista del 8M para no asumir la decisión criminal de haberla alentado a pesar de haber sido desaconsejada por la OMS seis días antes. Y aún menos, por la frivolidad electoral que la inspiró: la lucha de vanidades entre la ministra de Igualdad, Irene Montero, y la vicepresidenta Carmen Calvo por hacerse con la autoría de la nueva ley de igualdad.

Ese rosario inagotable de obscenidades ha infectado la cultura política, y poco a poco ha ido socavando nuestras defensas, hasta colonizar nuestra resistencia al trolavirus. Nos hemos acostumbrado a la obscenidad, o nos estamos adaptando a ella. Pronto formaremos parte de él, como ya lo hacen todos los que, a pesar de las evidencias, votan una y otra vez el triunfo de la mentira, de la desvergüenza, de la mediocridad, de la contradicción, del fraude, de la traición, sin darse cuenta de que sólo alimentan el dogma colectivo de ‘los suyos’, la muerte de su propia libertad para pensar por sí mismos.

Cuando todo esto acabe, habremos de enclaustrarnos en nuestra propia perplejidad, esa que no tiene paredes ni puede ser confinada a la fuerza, y reflexionar sobre la salud de nuestra libertad.

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