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Antonio Robles

La cena, de Albert Boadella

De matrícula la ministra de Medio Ambiente. Su presencia recopila en un solo personaje la indocumentada generación de políticos progres que han creído en la superstición del lenguaje para dirigir y controlar el poder.

La disculpa de la última obra teatral de Albert Boadella, La cena, bien vale una escapada a Sevilla. Viernes 9 de mayo a las 9 de la noche; Teatro Lope de Vega, un espacio arquitectónico recogido y acogedor. En esta atmósfera barroca empieza y termina toda la ostentación de la puesta en escena. Porque La cena se representa es un espacio vacío, cuya mesa articulada del centro y el mapamundi del fondo dejan cualquier garabato decorativo a la responsabilidad única de los actores. Tremenda carga para nueve artistas, que solventan multiplicados en otros muchos personajes sin que se note la muda. El resultado es una equilibrada sinfonía de gestos y cuadros sazonados a ratos por las cuatro estaciones de Vivaldi. Insólita su habilidad para hacer creíbles personajes increíbles.

En tiempos tan dados al intelectualismo orgánico, Albert Boadella se divierte y mofa con aquello que para los demás es peaje que han de tributar al poder para poder seguir siendo bufones remunerados y, sin embargo, parecer intelectuales.

El espacio mental donde convierte el discurso oficial en guasa, rebosa de insufrible buenismo articulado por frases tan efectistas como huecas. No son suyas; él las desnuda hasta dejar al descubierto su inconsistencia. Como la primera de esa antología de frases diseñadas para inducir a la masa a querer a quien las nombra: "El diálogo de civilizaciones". Contextualiza Albert Boadella: "Raudales de palabras altisonantes y una ostentación pública de filantropía son las señas de identidad de una época exhibicionista que se finge magnánima." Es la insufrible impostura de un tiempo hipócrita que actúa después de encontrar el slogan publicitario altruista que le permita vivir en un eterno escaparate sin arriesgar ni hacienda ni vida.

Por razones que no vienen al caso, esa superioridad moral que la izquierda de nuestro país se atribuye sin más fundamento que su propia buena conciencia ha conseguido convertir en motivo de respeto cuasi religioso un sinfín de ocurrencias que no son más que sustituciones místicas de sus creencias desacreditadas marxistas para sobrevivir a su propio fracaso. Como el cambio climático. A la vez que se crean todas las condiciones de vida y producción consumistas, un sinfín de plañideras culturales y políticas proyectan leyendas apocalípticas cuya función no es tanto atajar el mal como simular el bien y gestionarlo para seguir detentando el poder. El recurso anega ya cualquier ideología. Sentencia Albert Boadella: "Observamos el gran negocio del medio ambiente y la frivolidad política sobre un tema que afecta a toda la humanidad. El disparate se haya en el constante estímulo de una política de consumo compulsivo que al mismo tiempo provoca el supuesto cambio climático mientras se proponen simulacros de lucha por un mundo sin contaminación."

Parece una fatalidad la tendencia del ser humano a la superstición. Dios nunca ha muerto, mal que le pese a Nietszche; sólo ha sido suplantado en sus valores cristianos infectados de coercisión y miedo por otros mediáticos que adelantan apocalipsis ecológicos. La cuestión es tener al personal en un vilo, ocupado y preocupado por dar sentido a sus eslóganes electorales. Sigue diciendo Boadella: "Constatamos una demanda progresiva de dioses laicos, ya sea en las tendencias apocalípticas o, incluso, en la gastronomía y el ocio. Ello induce a una natural predisposición social para convertir en doctrina ordenancista cualquier liderazgo, invocando razones superiores a la libertad individual, como puede ser la salvación del planeta." Es la antesala de un puritanismo laico capaz de laminar la libertad individual en nombre del tabaco, el integrismo feminista, la piedad por los toros mientras comen paté o el calentamiento global.

Un mundo de mayores, llevado a escena por comportamientos infantilizados, sirven a Els Joglars para denunciar lo superfluo de una sociedad basada en la estética y en la credulidad estúpida de quienes se enganchan a cualquier promesa con tal de que cierren el ciclo de una conspiración o den sentido y solución total y finita a las amenazas de nuestro tiempo. Lo serio se vuelve ridículo, porque no puede ocultar la máscara que lo delata en escena.

De matrícula la ministra de Medio Ambiente. Su presencia recopila en un solo personaje la indocumentada generación de políticos progres que han creído en la superstición del lenguaje para dirigir y controlar el poder. Un retrato de esa plaga de falsos profetas de todo, que han convertido el estuche en la esencia y los accidentes en existencia.

No pretendo decir nada trascendente aunque el tono semántico lo parezca; es que no sé expresarlo con desenfadado cinismo. Eso sólo está al alcance de genios como Boadella. En La cena, última obra de Els Juglars, actualmente de gira por España. Una sátira culinaria tartufa y corrosiva. Y, sobre todo, divertida.

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