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Antonio Robles

Rodeados de monstruos

Josef Fritzl era "un alma caritativa" para sus vecinos, "un buen padre"; había incluso adaptado a tres de sus nietos abandonados a la puerta de su vivienda por esa supuesta "hija desaprensiva que se había escapado de casa".

Un mal día, nos levantamos por la mañana y nos damos de bruces con los monstruos que nos rodean sin haber reparado en lo cerca que hemos estado y estamos de ser devorados por él. Y nos coge vértigo. Un abismo inmenso. Acaban de detener a un electricista austriaco que ha tenido secuestrada a su propia hija durante 24 años en los sótanos de su casa. Elisabeth, a la que violaba desde los 11 años, parió siete hijos de su propio padre, mientras, arriba, en los pisos superiores, su madre vivía con otros siete. Josef Fritzl era "un alma caritativa" para sus vecinos, "un buen padre"; había incluso adaptado a tres de sus nietos abandonados a la puerta de su vivienda por esa supuesta "hija desaprensiva que se había escapado de casa". Pura coartada del padre. En realidad la tenía encerrada en el sótano con el resto de sus hijos en condiciones inhumanas, tras una puerta acorazada de acero, sepultada en una eterna noche.

Frente a comportamientos como éste, los seres humanos "normales" se refugian en mecanismos de defensa que les garanticen la excepcionalidad de la locura. Pero no, Joseph Fritzl era un electricista competente, un padre "ejemplar", un ciudadano normal que iba y venía y cumplía con sus obligaciones fiscales. Para sus vecinos era "un tipo normal", de "buen porte", "algo reservado", vamos, con sus cosas, como todo el mundo; pero tras esa aparente imagen de ciudadano corriente, se escondía un monstruo capaz de quemar en la chimenea de su casa a su propio hijo nacido muerto de las entrañas de su propia hija, golpeada y violada por él mismo.

La existencia del mal no es una leyenda, es la historia escrita más antigua de la humanidad y, sin embargo, también la más desmentida por una humanidad que prefiere autoengañarse a enfrentarse al abismo inquietante de su alma. En las circunstancias adecuadas, con los inhibidores o las justificaciones oportunas, cualquier ser humano parece capaz de convertirse en un monstruo. Las guerras, la impunidad o la necesidad extrema son circunstancias que facilitan la justificación de las peores conductas. El odio, el resentimiento, la venganza o la envidia, disculpas excusas inconscientes para enmascarar comportamientos intolerables. Y nada de todo eso es ajeno por completo a ningún ser humano. Genética y ambiente social determinan el grado de predisposición a desarrollar una conducta indeseable, pero nadie parece estar a salvo.

En los dos extremos del abismo se cuentan los casos minoritarios: santos y monstruos. A éste lado del mal, a este extremo de la naturaleza humana más negra, debe pertenecer el electricista austriaco. Si tuviéramos que hacer un catálogo de calígulas capaces de abrir en canal a su propia madre para fisgar en el habitáculo donde se engendró, las categorías serían muchas, todas malas; la peor, la de los psicópatas. Personas incapaces de adaptarse a la realidad ética de la sociedad porque carecen de conciencia de culpa, pero tan capaces o más que el resto para ocultarlo. Un psicópata puede pasar por persona corriente. Tiene por rasgos más característicos la capacidad para la manipulación, un encanto superficial y una elevada inteligencia. Tras esas capacidades sociales anida una personalidad irresponsable, impulsiva, cruel, con tendencia a la explotación de los demás y ausencia de sentimientos de culpa. Ninguno de esos rasgos impide que una personalidad psicópata pueda pasar desapercibida. Pero un 2,5 % de la humanidad lo es. Es decir, cualquiera puede tener por vecino a un monstruo en potencia.

Los medios de comunicación de masas han facilitado esa evidencia con casos diarios de truculencias insoportables: un hijo que pasea la cabeza de su madre por la ciudad, unos adolescentes que violan a una niña con deficiencias mentales y a la que tratan de matar apaleándola y, al no conseguirlo, terminan por arrollarla con un coche varias veces hasta lograr su objetivo... Pero el caso de este monstruo nos encoge el alma y nos deja sin coartadas. Su ausencia de culpa o la extrema crueldad son características universales de estos comportamientos. Nada nuevo para los archivos policiales; pero la persistencia en el tiempo de la tortura a sus víctimas es un horror tan indescifrable que ahoga. ¿Cómo es posible que un padre pueda prever, acomodar, sostener en el tiempo el sadismo contra su hija, contra su mujer, contra sus hijos? ¿Cómo durante 24 años? ¿Nada lo movía a la piedad ni siquiera en un instante de debilidad emocional? ¿Nada le afectaba nunca de los sentimientos de sus víctimas? ¿Nunca se le pasó por la imaginación enseñar la luna o la luz transparente de la primavera a sus propios niños?

La construcción de un entorno que ocultase su crimen puede explicar la causa policial de su impunidad durante años, pero nunca nos podremos explicar de qué tipo de excrementos genéticos y sociales está construida un alma así.

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