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Antonio Robles

Una cultura de víctimas

Es una gran impostura y una insoportable frivolidad comprobar que una manifestación sólo es una performance de fin de semana. Una cada cierto tiempo como peaje y disculpa para sostener una moral ideológica que la mayoría nunca pensó.

Hay en el cristianismo una tendencia cuasi fatalista por el victimismo. De hecho, la doctrina cristiana del perdón –posiblemente el guión publicitario con mayor éxito de la historia– y su tendencia mórbida a inspirar pena como búsqueda de respeto frente a la fuerza y la venganza, ha dejado una huella indeleble en la cultura occidental más allá de ideologías y creencias.

El sacrifico de Cristo en la cruz es la recreación de la víctima que ha renunciado a utilizar el poder de los dioses para conquistar el corazón de los humildes a base de encogérselo de piedad. No ha renunciado al poder, porque espera la eficacia del sacrifico como redención de los hombres, pero sí a la bíblica fuerza de la venganza inscrita en el "ojo por ojo y diente por diente". Esta elección por el poder del victimismo sería vulgar masoquismo si no viniera abalada por la elección del amor frente a la violencia como fuente de toda legitimidad humana; elección que ha dejado en el inconsciente moral colectivo de Occidente una tendencia inconsciente por el débil. Tenga o no razón.

La leyenda del poder usurero del pueblo judío, ha condenado a éste al odio y a la persecución durante generaciones. Curiosamente, sólo el paréntesis trágico del holocausto nazi atrajo la condescendencia de la humanidad. Precisamente, cuando aquel genocidio los convirtió en víctimas. La imagen en blanco y negro de cuerpos escuálidos zarandeados como muñecos rotos por escavadoras en fosas comunes bastaron para legalizar su existencia históricamente condenada. Sus detractores olvidaron el mito de su poder para cobijar su debilidad. El usurero sustituido por la víctima.

Por un instante, el maldito imperialismo americano adquirió la condición de víctima y la humanidad se olvidó del napalm o de los cambalaches de su patio trasero, el 11 de septiembre de 2001 cuando las torres gemelas fueron derribadas por el terrorismo de Al Qaeda. Bueno, toda la humanidad no: Hebe de Bonafini, esa madre verdadera de desaparecidos y falsa madre de Plaza de Mayo, declaró sentirse dichosa viendo caer las torres gemelas con todos esos odiosos yanquis dentro. La condición de víctima les duró dos telediarios, los justos para ver como el eterno antiamericanismo de la izquierda estética, cambiaba el hueco oscuro de Manhattan por las víctimas talibanes de Afganistán surgidas de los bombardeos de aquellos vengativos yanquis del 11-S.

Israel, hace ya muchos años, ha dejado de ser víctima para buena parte de la población europea de tradición ideológica de izquierdas. Simplemente tiene más poder de destrucción que el pueblo Palestino, la víctima por excelencia: piedras frente a tanques, niños muertos frente a eficacia militar. Siempre víctimas. Poco importan las razones de un conflicto, ni la crueldad de unos dirigentes capaces de utilizar a su propia población como señuelos dispuestos para aumentar la crueldad mediática de sus enemigos judíos, ni la determinación política de utilizar las reglas terroristas más indiscriminadas contra la población civil de Israel. Tienen razón, simplemente tienen razón, no porque nadie le garantice un Estado Palestino, no porque parte de su territorio esté ocupado por Israel, no porque las mejores tierras y los más abundantes acuíferos se los haya arrebatado Israel. No, tienen razón porque las imágenes de sus niños muertos, sus barrios destruidos o su incapacidad bélica para ejercer daño al enemigo los convierten en víctimas.

Hay una gran impostura moral en buena parte de ese cartel ideológico con complejo de superioridad moral surgido de la caída del muro de Berlín cuando se manifiesta ufano, digno e indignado por las calles de media Europa contra el "genocidio" llevado a cabo por Israel contra el pueblo palestino. Parece una piedad cristiana selectiva incapaz de indignarse cuando la "víctima" rompe una tregua, lanzas cientos de cohetes indiscriminadamente contra el pueblo judío o el chapapote lo han provocado miembros del propio cártel ideológico. Es una gran impostura y una insoportable frivolidad comprobar que una manifestación sólo es una performance de fin de semana. Una cada cierto tiempo como peaje y disculpa para sostener una moral ideológica que la mayoría nunca pensó.

Es tan fácil indignarse por mis razones, como difícil ponerse en el lugar de todas las víctimas. Pero aún es más difícil delatar a las víctimas, cuando además de ser víctimas, ejercen de culpables. Igual de difícil que comprender a los supuestos culpables, cuando, por generar víctimas, es difícil apreciar su condición también de víctimas.

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