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Armando Añel

Caballos

En imágenes que han dado la vuelta al mundo, un Sadam Hussein compungido e indigente es ajusticiado por los flashes de las cámaras tras su captura en Tikrit, mientras el médico de turno le examina la dentadura. A continuación, el mando norteamericano conducía a cuatro miembros del Consejo Iraquí ante el detenido. Mowaffak al-Rubaie, uno de los invitados al careo, preguntaba al ex dictador nada más tropezárselo: “¿Por qué no te pegaste un tiro cuando te detuvieron, cobarde?”. Dicen que Sadam, ya sin pistola, no dijo esta boca es mía. O tal vez, quién sabe, siguió con la boca abierta.
 
Como Castro, como Chávez, como Noriega, el carnicero suní es de esos hombres que, directamente enfrentados a la muerte, se refugian en su inquebrantable cobardía. De esos caballos que en presencia de los hombres muestran, entre altivos y aterrorizados, la dentadura. Examinado como un caballo, Sadam no habrá lamentado no haberse pegado un tiro. A fin de cuentas ya había dado muestras de su arrojo -comparable al de sus iguales caribeños- en la intimidad de palacio, cuando ejercía su derecho de pernada, o durante las ejecuciones sumarias, rodeado de sus subalternos, o en los fragores del genocidio y la estampida.
 
Cientos de hombres se pudren ahora mismo en las cárceles cubanas por desafiar la cobardía de un caballo. La infinita cobardía que consiste en coaccionar, amordazar, derribar avionetas indefensas, hundir embarcaciones repletas de mujeres y niños, denigrar a quienes carecen de voz, encarcelar poetas, fusilar infelices. No hay el menor vestigio de humanidad en estos cuadrúpedos, cerriles mientras sus domadores no le ponen la mano encima: mientras éstos le examinaban la dentadura, el caballo Sadam no se atrevió a cerrar la boca. Penco que ladra no muerde: Ya se sabe, pero nada cuesta repetirlo.

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