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Armando Añel

Dos hombres tristes

La revolución de su poderoso vecino hace metástasis sobre Latinoamérica, particularmente sobre la “Gran Colombia” entrevista por Bolívar, mientras el resto del mundo se lava las manos

Donald Rumsfeld paladea la tristeza, o casi. Confía en que el tiempo dirá si fue un error la venta a Venezuela, por parte del ejecutivo de José Luis Rodríguez Zapatero, de diez aviones C-295 de transporte de Eads-Casa y dos C-235 de patrulla marítima, más cuatro patrulleras de vigilancia y cuatro corbetas. Para el Secretario de Defensa norteamericano, el problema radica en que “si uno espera a que el tiempo diga, lo que diga pudiera ser muy triste”. Y es que inflamada por el referendo revocatorio de agosto pasado, la estampida de los precios del petróleo y el despliegue estadounidense en Irak, la vena expansionista de Hugo Chávez Frías parece a punto de estallar.
 
La melancolía de Rumsfeld se hace fuerte, si cabe, con la reciente compra chavista de cuarenta helicópteros de combate y 100.000 fusiles de asalto Kalashnikov a Rusia, porque el ejército regular de Venezuela apenas supera los 35.000 efectivos. Amén de la guerrilla colombiana u otros movimientos continentales de corte terrorista, el chavismo de base, robustecido por las políticas petropopulistas del Gobierno –quien lo identifica, dada su naturaleza gregaria, como el instrumento idóneo para estirpar definitivamente a la oposición del cuerpo social venezolano–, pudiera ser el mayor beneficiario de la carrera armamentista emprendida desde Miraflores.
 
Y sin embargo, habrá que esperar a las elecciones generales de 2006, punto de mira de las recientes movidas “bolivarianas”, para contextualizar adecuadamente la apuesta del eje Caracas-La Habana. Será desde el telón de fondo de los últimos comicios de la era Chávez que el rearme del ex teniente golpista se revele en toda su dimensión. Si antes no tiene lugar uno de esos accidentes históricos que cada cierto tiempo tuercen el devenir de las naciones y sus ambientes políticos, el escenario parece preparado para que el oficialismo arribe a las elecciones del próximo año en condiciones inmejorables, con una sociedad civil ya completamente desarticulada y el estamento castrochavista más recalcitrante armado hasta los dientes. Una vez cortados los pocos hilos que todavía agitan al muñeco de la democracia en Venezuela –particularmente los medios de comunicación independientes–, Chávez podría liderar el expansionismo de su régimen sin obstáculos interiores de cuantía.
 
Así, la recién finalizada cumbre Lula-Uribe-Chávez-Zapatero pareció más una operación cosmética que una verdadera cita política, porque el venezolano necesitaba matizar, en tonos pastel, su reputación fundamentalista. Una estrategia auspiciada, en su lenta deglución totalitaria, por el castrochavismo más realista, porque en el mundo post Guerra Fría surgido tras el derribo de las Torres Gemelas las revoluciones antisistema no pueden ir de revolucionarias.
 
La presencia en la mencionada cumbre del presidente colombiano Álvaro Uribe, merece reflexión aparte. Harto de compartir frontera con un gobierno de la calaña del de Chávez, seguramente desconcertado por el talante zapatero del nuevo inquilino de la Moncloa, la tristeza de Uribe, patente en casi todos los primeros planos de la cita, tenía algo de furia contenida, de rabiosa estupefacción. La revolución de su poderoso vecino hace metástasis sobre Latinoamérica, particularmente sobre la “Gran Colombia” entrevista por Bolívar, mientras el resto del mundo se lava las manos. No sólo Rumsfeld tiene motivos para evocar la tristeza.

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