El Gobierno cubano ha autorizado la salida del opositor Oswaldo Payá, que este martes recoge el Premio Sajarov en Estrasburgo. Pero previamente, el promotor del Proyecto Varela había sido amenazado de muerte en La Habana.
Hay en el estilo de hacer política de Fidel Castro, en su inapelable manera de aferrarse al poder, un maquiavelismo de factura clásica, que no conoce atenuantes. Su sutileza, por decirlo de algún modo, no tiene origen en las sinuosidades de una inteligencia sensible, habituada a las escaramuza ideológica, sino en la lógica gangsteril de quien se sabe fuerte por la zanahoria y el palo, de quien maneja ambas herramientas de forma tan impúdica, tan inconfesablemente atroz, que en ocasiones resulta imprevisible. En momentos en que el líder opositor cubano Oswaldo Payá Sardiñas aguardaba permiso de salida para recoger en Estrasburgo su recién obtenido Premio Sajarov –en Cuba el ciudadano común no es libre de salir (de) y regresar (a) su país cuando lo estima conveniente–, las autoridades gubernamentales idearon una forma más de presión sobre el disidente, pegando, en las afueras de su vivienda pancartas en las que se le amenazaba de muerte en nombre de Alfa 66, organización especialmente belicosa del exilio miamense cuya única finalidad parece ser, en términos prácticos, la de justificar las políticas represivas del Gobierno cubano. Claro que la autoría de semejante demostración, en un país en el que los órganos de la Seguridad del Estado controlan hasta el color de la lencería opositora, no se la traga ni el gato.
Finalmente, Payá logró lo que parecía imposible. Gracias a la presión internacional, en particular a la de la delegación europea en La Habana –y muy probablemente a un Convenio de apellido Contonú– viajó a Francia vía Madrid, con lo que el arco de un viaje histórico se hará círculo a su regreso a la mayor de las Antillas: Su Premio Sajarov, la nominación al Nobel, el permiso de salida del régimen, el Proyecto Varela detourpor el Viejo Continente, entre otros eventos, conforman un hito en la historia de la naciente sociedad civil isleña. Un hito al que, si tiene a bien apostar resueltamente por el futuro de la Isla, Europa puede sacar provecho. Provecho no sólo comercial o político sino, lo que a la larga siempre es más importante, moral. Hace tiempo que el pueblo cubano –esa sustancial porción del pueblo cubano que carece de voz y derechos en su propia tierra– espera un apoyo más concluyente por parte de la UE.
El ardid de ignorar olímpicamente a la disidencia interna, a quienes desde dentro enfrentan, rebaten o diseccionan los designios del régimen, es tan previsible como trillado y no le ha servido de mucho a La Habana. Tal vez por ello, tras la visita de James Carter a la Isla, los pronunciamientos de la Unión Europea o Vaclav Havel, la trascendencia mediática alcanzada por el Proyecto Varela, etcétera, ciertos analistas esperaron una jugada de doble filo, alguna clase de artificio desestabilizador o especulativo, incluso respuestas del tipo "convertir el revés en victoria", a las que Fidel Castro es tan aficionado. Algo más complicado o sutil; una movida que no por tortuosa dejara de engrasar la corroída maquinaria del sistema. En su lugar, el Gobierno cubano reveló una vez más su orfandad intelectual y/o escaso margen de maniobra, haciendo bueno el último comentario de Carlos Andrés Pérez a propósito del Máximo Líder: "Uno lo ve públicamente y da pena, da dolor, verlo trastabillar, no hilvanar sus ideas". Contra la pared y a contracorriente, aferrada a la solución biológica, la camarilla gobernante pega los tumbos del retorno. Ya sabe que va a ninguna parte y sin embargo va: sigue de vuelta de todo.
La respuesta al Proyecto Varela, "reforma" constitucional incluida, apretó nuevamente las tuercas de la mecánica y la retórica "revolucionarias", pero sin alcanzar a aceitarlas: movilizó a mediados de año, en bloque, a cientos de miles de cubanos durante un número indeterminado de días, con las consecuentes pérdidas para una economía al borde del colapso –una economía devastada por el "bloqueo del imperialismo yanqui", según los catecismos de La Habana–, y apeló a mecanismos de distracción y envilecimiento para solucionar o trasladar hacia afuera un problema de adentro (algo conceptualmente grotesco habida cuenta del nacionalismo –artificial– del que siempre se ha servido el castrismo). Más tarde recurrió a la dilación, porque según el gobernante cubano "la Asamblea Nacional [organismo absolutamente dependiente del poder central, como todo en Cuba] es una institución seria, y me imagino que esté dando todos los pasos pertinentes porque todo eso va a comisiones, como en Estados Unidos, y lo discuten, lo analizan y no hacen trampas". Pasos que todavía los miles de firmantes del Proyecto Varela –las rúbricas que lo avalan fueron entregadas en junio a las autoridades– están esperando.
La trascendencia alcanzada por la figura del ingeniero Payá sitúa a Fidel Castro frente a una disyuntiva que creía –o quería– superada. O lo reprime o lo ignora, y esta última opción no le ha rendido mayores frutos. De manera que la situación ha arribado a un punto de no retorno, en el que La Habana pudiera recurrir a soluciones drásticas, es decir, a "Alfa 66" u otras yerbas al uso. Ante tal posibilidad, la solidaridad europea se revela determinante, todavía más si mata dos pájaros de un tiro: protege la vida del opositor y apuesta decididamente por la libertad de Cuba. Cualquier otra reacción sería de lo más reaccionaria.
Hay en el estilo de hacer política de Fidel Castro, en su inapelable manera de aferrarse al poder, un maquiavelismo de factura clásica, que no conoce atenuantes. Su sutileza, por decirlo de algún modo, no tiene origen en las sinuosidades de una inteligencia sensible, habituada a las escaramuza ideológica, sino en la lógica gangsteril de quien se sabe fuerte por la zanahoria y el palo, de quien maneja ambas herramientas de forma tan impúdica, tan inconfesablemente atroz, que en ocasiones resulta imprevisible. En momentos en que el líder opositor cubano Oswaldo Payá Sardiñas aguardaba permiso de salida para recoger en Estrasburgo su recién obtenido Premio Sajarov –en Cuba el ciudadano común no es libre de salir (de) y regresar (a) su país cuando lo estima conveniente–, las autoridades gubernamentales idearon una forma más de presión sobre el disidente, pegando, en las afueras de su vivienda pancartas en las que se le amenazaba de muerte en nombre de Alfa 66, organización especialmente belicosa del exilio miamense cuya única finalidad parece ser, en términos prácticos, la de justificar las políticas represivas del Gobierno cubano. Claro que la autoría de semejante demostración, en un país en el que los órganos de la Seguridad del Estado controlan hasta el color de la lencería opositora, no se la traga ni el gato.
Finalmente, Payá logró lo que parecía imposible. Gracias a la presión internacional, en particular a la de la delegación europea en La Habana –y muy probablemente a un Convenio de apellido Contonú– viajó a Francia vía Madrid, con lo que el arco de un viaje histórico se hará círculo a su regreso a la mayor de las Antillas: Su Premio Sajarov, la nominación al Nobel, el permiso de salida del régimen, el Proyecto Varela detourpor el Viejo Continente, entre otros eventos, conforman un hito en la historia de la naciente sociedad civil isleña. Un hito al que, si tiene a bien apostar resueltamente por el futuro de la Isla, Europa puede sacar provecho. Provecho no sólo comercial o político sino, lo que a la larga siempre es más importante, moral. Hace tiempo que el pueblo cubano –esa sustancial porción del pueblo cubano que carece de voz y derechos en su propia tierra– espera un apoyo más concluyente por parte de la UE.
El ardid de ignorar olímpicamente a la disidencia interna, a quienes desde dentro enfrentan, rebaten o diseccionan los designios del régimen, es tan previsible como trillado y no le ha servido de mucho a La Habana. Tal vez por ello, tras la visita de James Carter a la Isla, los pronunciamientos de la Unión Europea o Vaclav Havel, la trascendencia mediática alcanzada por el Proyecto Varela, etcétera, ciertos analistas esperaron una jugada de doble filo, alguna clase de artificio desestabilizador o especulativo, incluso respuestas del tipo "convertir el revés en victoria", a las que Fidel Castro es tan aficionado. Algo más complicado o sutil; una movida que no por tortuosa dejara de engrasar la corroída maquinaria del sistema. En su lugar, el Gobierno cubano reveló una vez más su orfandad intelectual y/o escaso margen de maniobra, haciendo bueno el último comentario de Carlos Andrés Pérez a propósito del Máximo Líder: "Uno lo ve públicamente y da pena, da dolor, verlo trastabillar, no hilvanar sus ideas". Contra la pared y a contracorriente, aferrada a la solución biológica, la camarilla gobernante pega los tumbos del retorno. Ya sabe que va a ninguna parte y sin embargo va: sigue de vuelta de todo.
La respuesta al Proyecto Varela, "reforma" constitucional incluida, apretó nuevamente las tuercas de la mecánica y la retórica "revolucionarias", pero sin alcanzar a aceitarlas: movilizó a mediados de año, en bloque, a cientos de miles de cubanos durante un número indeterminado de días, con las consecuentes pérdidas para una economía al borde del colapso –una economía devastada por el "bloqueo del imperialismo yanqui", según los catecismos de La Habana–, y apeló a mecanismos de distracción y envilecimiento para solucionar o trasladar hacia afuera un problema de adentro (algo conceptualmente grotesco habida cuenta del nacionalismo –artificial– del que siempre se ha servido el castrismo). Más tarde recurrió a la dilación, porque según el gobernante cubano "la Asamblea Nacional [organismo absolutamente dependiente del poder central, como todo en Cuba] es una institución seria, y me imagino que esté dando todos los pasos pertinentes porque todo eso va a comisiones, como en Estados Unidos, y lo discuten, lo analizan y no hacen trampas". Pasos que todavía los miles de firmantes del Proyecto Varela –las rúbricas que lo avalan fueron entregadas en junio a las autoridades– están esperando.
La trascendencia alcanzada por la figura del ingeniero Payá sitúa a Fidel Castro frente a una disyuntiva que creía –o quería– superada. O lo reprime o lo ignora, y esta última opción no le ha rendido mayores frutos. De manera que la situación ha arribado a un punto de no retorno, en el que La Habana pudiera recurrir a soluciones drásticas, es decir, a "Alfa 66" u otras yerbas al uso. Ante tal posibilidad, la solidaridad europea se revela determinante, todavía más si mata dos pájaros de un tiro: protege la vida del opositor y apuesta decididamente por la libertad de Cuba. Cualquier otra reacción sería de lo más reaccionaria.