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Armando Añel

El gato en la pecera

Como si al gato le encargaran la custodia de la pecera. Parece uno de esos chistes traídos por los pelos, encajados en momentos de indisposición digestiva, pero no: Libia ha sido electa presidente de turno de la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas por 33 votos a favor, 3 en contra y 17 abstenciones, en una reunión de la máxima institución mundial en Ginebra. Por primera vez desde que fuera creada la Comisión, tiene lugar una votación para ratificar la presidencia de la misma —usualmente se certifica por aclamación.

Libia había sido designada meses atrás por el Grupo Africano, al que en 2003 incumbía la elección, pero Washington pidió a última hora una votación secreta, dado el inminente nombramiento de Trípoli. "Estamos muy decepcionados. No es apropiado que se elija a una nación bajo sanciones de la ONU y con un enorme currículum de violaciones de derechos humanos", declaró el embajador de Estados Unidos en Naciones Unidas, Kevin E. Moley, pero su decepción sabe a poco.
La elección de Libia, como bien señaló el diplomático norteamericano, es una derrota para la Comisión, no para Estados Unidos. Una derrota para el estado de derecho y la democracia representativa como paradigmas universales de convivencia —no sólo para la Comisión—, convendría abundar.

Lo ocurrido este año, para decirlo en palabras de Moley, demuestra la necesidad de que se mejore la composición de esa entidad, "cuyos 53 integrantes deberían cumplir una serie de condiciones sobre respeto y defensa de derechos humanos a las que ahora no están obligados" (elemental). "Es claramente el momento de buscar la forma de mejorar la composición de la Comisión", abundó el embajador, que puso a Cuba como ejemplo de país miembro violador de los fundamentos de la democracia real.

La vergonzosa abstención de países como Alemania, Austria, Suecia, Bélgica, Francia o Reino Unido, o el voto cofrade del Grupo Africano, el Árabe o la Organización de la Conferencia Islámica, ratifican lo que casi todo el mundo sabe: Europa es incapaz de sostener una posición dinámica e incondicional en defensa de los valores liberales —no sólo occidentales, yanquis o europeos, sino universales— a escala global, y el Tercer Mundo continúa girando la noria de su inmadurez política, fuente y canal de la económica.

La democratización de la ONU, su conversión en baluarte efectivo de los derechos humanos, las libertades civiles y la seguridad internacional, pasa por la selección de los gobiernos que la conforman. Resulta irónico, y por descontado grotesco, que regímenes despóticos, que ignoran la voluntad popular y/o ejercen el poder a la fuerza, se autoproclamen representantes de sus respectivas sociedades, en igualdad de condiciones —sus votos en la ONU cuentan tanto como los del resto— con respecto a quienes han sido legitimados en las urnas.

¿Debe confiársele a un gato la salvaguardia de una pecera? ¿Cómo puede Libia presidir la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas o un Estado como el chino integrar permanentemente el Consejo de Seguridad? A escala mundial, la representatividad de un gobierno no debiera depender de la cantidad de individuos que subyuga, sino de los ciudadanos —no importa si cientos de miles o de millones— a los que acata. Tan sencillo como eso.

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