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Armando Añel

Niños del paraíso

El elector latinoamericano, y por extensión su primogénito, el político latinoamericano, son funcionalmente adolescentes.

Hugo Chávez estrena 2006 con una promesa a remolque de la crítica situación venezolana. Según el ex teniente de paracaidistas, en las próximas décadas el país abandonará “el infierno de la miseria”, probablemente “rumbo al 2020 ó 2030”. Para alcanzar dicho objetivo su régimen ha puesto en marcha, entre otras campañas mediáticas, la Misión Negra Hipólita –atención: el calificativo es sintomático–, gracias a la cual miles de niños desamparados recibirían alimentación, vivienda y asistencia médica gratuitas. Tras siete años de derroche y la complicidad de un boom petrolero omnipresente, el chavismo todavía apuesta a que la población se crea el cuento del paraíso en la otra esquina, y en la otra esquina, y en la otra esquina. El cuento de la buena pipa, en la tradición de una cultura adormecida por los cantos de sirena del lenguaje.

A diferencia de la tradición anglosajona, más pragmática y concisa –en la que sólo si desembocan en hechos las palabras justifican su valor de uso–, en la cultura latinoamericana el culto al lenguaje es también el culto a la metáfora, a los malabarismos de la imaginación, desde los que con frecuencia se arriba a lo estrambótico o a lo irreal. De ahí que en la actualidad venezolana, como en la de casi todo el resto del continente, el discurso oficial relativice sus propias causas y consecuencias. En este sentido, prácticamente hablando, puede decirse que las estructuras políticas latinoamericanas son prematuras (pre-maduras): si lo político es algo más que discurso, entonces la política latinoamericana no ha alcanzado la mayoría de edad.

Si en el campo de las artes o de la literatura la tendencia cultural esbozada arriba ha generado obras y momentos extraordinarios, en el campo de la política ha engendrado un infantilismo con ínfulas letalmente transgresoras. El elector latinoamericano, y por extensión su primogénito, el político latinoamericano, son funcionalmente adolescentes. Con lo cual en cierta medida se explica la supervivencia, en términos de ejercicio efectivo del poder, de gobernantes del corte de Hugo Chávez, cuyos intercambios con la realidad a menudo rozan la enajenación. Dos características fundamentales identifican el fenómeno: la credulidad e inocencia de una considerable masa de electores, y el empeño de los elegidos, a ratos bufonesco, de negar, disfrazar o relativizar los hechos a través del lenguaje, en función de sus particulares intereses. Ambos rasgos, esencialmente infantiles, deberían ser entendidos como una expresión de inmadurez cultural.

Luego de multiplicar la miseria, fomentar todavía más la dependencia estatal, derrochar a diestra y siniestra los dineros nacionales y poner en crisis la infraestructura económica del país, Chávez, con esta última broma de sacar a Venezuela de la pobreza en 2020 ó 2030, habría provocado una verdadera rebelión popular si no fuera porque a la corrupción, el caudillismo, el clientelismo y la fragilidad institucional que corroen a las democracias regionales hay que sumar la persistencia de su infantilismo político (por añadidura, con el chavismo en el poder la represión ha alcanzado alturas insospechas). Si no fuera porque el paraíso aguarda en la otra esquina, permanentemente hollado por la imaginación del niño que cada latinoamericano lleva dentro.

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