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Armando Añel

Pesadilla de totalitarios

La muerte de Ronald Reagan en su residencia californiana de Bel Air, no toma desprevenido a casi nadie. Hacía tiempo que los rumores relativos a su precario estado de salud circulaban en los medios de comunicación. La noticia, no obstante, conmoverá a más de uno, porque el ex presidente norteamericano definió con su carisma y visión una etapa particularmente compleja de su país y, sobre todo, de las relaciones internacionales.
 
Lavaplatos, cronista deportivo, sindicalista, actor de cine, publicista, gobernador, presidente, el cuadragésimo mandatario de los Estados Unidos desecharía a principios de los sesenta su orientación demócrata, convencido de que el partido que inicialmente albergara sus inquietudes políticas no preconizaba ya la reducción del aparato estatal o el fortalecimiento de las libertades individuales: “El gobierno no es la solución al problema, el gobierno es el problema”, advertiría durante el discurso de su primera investidura. Así, la revitalización de la economía estadounidense durante la década de los ochenta respondería a los ajustes de un Ronald Reagan que aplicó con estusiasmo los principios de la célebre Escuela de Chicago, entendiendo que, más que interponerles trabas impositivas o burocráticas, había “que poner a trabajar a los americanos”.
 
Con su teoría del “oso enfermo”, basada en la desproporción entre gasto armamentístico y capacidad de crecimiento que evidenciaba la antigua Unión Soviética, el ex presidente consiguió precipitar el fin de la Guerra Fría, y aun la caída del comunismo en casi todas partes. Nada de concesiones a un régimen incapaz de hacer concesiones a las concesiones: La estrategia de forzar el colapso del imperio soviético invirtiendo en persuasión creíble, contundente, apoyando diversos movimientos de liberación en Europa del Este, África, Asia y América Latina, determinaría el desplome de la vieja guardia que acabó por llevar al poder a Mijail Gorbachov, abriendo puertas a las negociaciones. El escenario posterior, con cientos de millones de personas a salvo del sistema más letal que haya conocido la historia, resulta impensable sin la decisiva contribución de Ronald Reagan.
 
Afirmaba el ex presidente que las diferencias entre una democracia y una democracia popular son las mismas que existen entre una camisa y una camisa de fuerza. Tal vez por ello el fantasma de Reagan, en tanto símbolo de la responsabilidad individual y el Estado de Derecho, no cesa de poblar las pesadillas de los nostálgicos del totalitarismo.
 

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