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Armando Añel

Trata de batas blancas

Cada día reflotan informes, indicios, evidencias de la extenuante penetración regional ejercida –frecuentemente con cargo a los ingenuos o incapaces o indolentes estados latinoamericanos– por el régimen de Fidel Castro. Si se considera que ello acontece a la par que el castrismo atraviesa la más pronunciada crisis económica y de credibilidad de toda su historia, inquieta imaginar qué hubiera conseguido La Habana de haber retenido el suministro soviético, o hasta dónde podría llegar de ser subsidiada por el turismo, los créditos y las inversiones estadounidenses.
 
Se está discutiendo en Brasil la pertinencia de que los médicos enviados por Castro presten servicio en el gigante suramericano sin antes homologar sus títulos por medio de exámenes instituidos hace ya medio siglo. Empeñado en llevar a la práctica el protocolo de intenciones que firmó en septiembre pasado con el gobernante cubano, durante la visita en la que se le olvidaron los presos de conciencia y hasta los recién enviados al más allá por su tenebroso anfitrión, Luiz Inacio Lula da Silva ha creado una comisión interministerial al respecto, en tanto la sociedad brasileña comienza a avizorar –aun lenta e indirectamente– la trama que se avecina. Se trata de una nueva ofensiva en el campo de la “batalla de ideas” desplegada por La Habana, en la que la cabeza de playa médica juega un papel determinante.
 
Este remedo en clave terapéutica de la trata de blancas, en el que aquellos que debieran ejercer dignamente su profesión en Cuba son llevados y traídos, chantajeados y manipulados a cambio de unos pocos dólares, la esperanza de no ser marginados en su propia tierra y la posibilidad de viajar al exterior –y adquirir allí productos deficitarios o hiperinflacionarios en la isla, atenuar la bancarrota familiar y/o chapotear en el charco estancado de una clase media imaginaria–, alcanza no sólo a Venezuela, donde el castrochavismo tiene patente de corso, sino a países formalmente ajenos a la influencia castrista, como Brasil y Paraguay. Nada menos que el ex ministro de Salud de esta última nación alabó en su día el “internacionalismo” insular, haciendo hincapié en el llamado Programa Integral con que la dictadura coloca sus avanzadillas en tres continentes. Flanqueado por su retrato junto a Fidel Castro, el antiguo seguidor de Stroessner –Martín Chiola, expulsado del Gobierno de González Macchi bajo acusaciones de negligencia criminal y corrupción– aseguraba a la prensa oficial cubana que las batas blancas del régimen contribuían decisivamente “al sistema estadístico y de referencia, formación de promotores e inserción en las comunidades paraguayas”, entre otras yerbas al uso.
 
Paradójicamente, el susodicho Chiola pudo haber estado implicado en la cesación de pagos con que el Departamento paraguayo de San Pedro agasajó, a finales de 2002, a varios galenos enviados por La Habana. El hecho de que una docena de ellos amagara con abandonar la zona si el gobierno departamental no les restituía los cien dólares mensuales que destinaban “a gastos de movilidad y comunicación con sus familiares”, no hace más que alimentar la evidencia: la nueva medicina cubana se debate entre la miseria y el miedo, rehén de sus legítimas aspiraciones de comer, comprar, viajar, vivir, y la muy disuasoria circunstancia del chantaje institucionalizado.
 

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