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Aurelio Alonso Cortés

Maragall, el estatut y el Constitucional

El bachiller Montilla, sin atreverse a dar la cara, prefirió callar en espera de que el inteligente e ilustrado Maragall rectificara. ¡Poco conoce a don Pasqual! Es el "mantenella y no enmendalla", al estilo del extravagante Papa Luna.

El delegado de la Generalitat en Madrid, Ramón Martínez dimitió el martes a petición del presidente catalán José Montilla. El detonante de tan prematuro cese –llevaba cuatro meses en el cargo– han sido sus contundentes declaraciones poniendo en duda la salud mental del ex presidente Pasqual Maragall. Seguramente se preguntaba cómo alguien cuerdo podría cuestionar la bondad del estatut. Este traspiés de un político acostumbrado en aquellas latitudes a "marcar el paso" da pie, valga la redundancia, a jugosas consideraciones.

Maragall, hombre locuaz, es un personaje insólito en el oasis mediterráneo. Piensa y dice lo que piensa, importándole un bledo lo que piensen los demás. Eso significa que acostumbra a decir la verdad –al menos "la suya"– aunque a veces se equivoque. Acertó sin embargo a finales de abril cuando, en declaraciones al diario italiano Europa, conmovió a la clase política catalana y, por supuesto, al PSC que aún preside, al calificar de "error" el haber impulsado la reforma del estatut sin modificar antes la Constitución. Para él la reforma estatutaria supuso "un esfuerzo que no ha valido la pena". Opinaba erróneamente que con un retoque previo del artículo 2 de nuestra Carta Magna –tan leve como declarar a España "nación de naciones"– resultaría "potable" y bebible un estatut que tiene 287 artículos de despropósitos. Mire usted Maragall, ¡déjenos ser una sola Nación con mayúsculas que es lo que somos desde los romanos!

El bachiller Montilla, sin atreverse a dar la cara, prefirió callar en espera de que el inteligente e ilustrado Maragall rectificara. ¡Poco conoce a don Pasqual! Es el "mantenella y no enmendalla", al estilo del extravagante Papa Luna. En el Foro Urban Age sobre "Desarrollo de las ciudades y sus retos de futuro", celebrado en Nueva York, ha largado que "es muy difícil arrepentirse de lo que uno cree". ¿Abandonará la presidencia del PSC quien asiste a eventos de futuro?

No obstante sus equivocaciones, incluyendo el pacto del Tinell –germen del cinturón sanitario para aislar al PP– y algunas "maragalladas" como la escenita de la corona de espinas con Carod en Jerusalén, su buena capacidad mental le ilustra para cantar las verdades en una sociedad censurada; donde quien habla puede quedar mudo para siempre, en "versión bis" del que se mueve no sale en la foto. Veamos las de última hora.

La primera verdad de Maragall ha sido reconocer que el estatut no cabe dentro de la Constitución. La segunda señalar que se sintió traicionado por Zapatero cuando éste pactó con Artur Mas, y a sus espaldas, esa reforma estatutaria; los cuernos los vimos en directo y por TV en el fumadero monclovita, cuando el pacto del cigarrillo. La tercera verdad apunta un retorno a la casa grande española: "No debemos –ha dicho– intentar convencer al resto de España de algo que no va a entender. Hay que soportarse educadamente". Es cierto siempre que se sustituya "soportar" por "conllevarse" como sinónimo de convivir. Las diferencias serán siempre susceptibles de diálogo en el que encaja el adverbio "educadamente".

Las certezas de Maragall no pertenecen al refrán aquel de que los locos y los niños dicen la verdad, sino más bien son las llamadas verdades del barquero. Las que planteó un estudiante a un pobre e infeliz remero para que, en caso de ser ciertas, le transportara gratis a la otra orilla. Tan ciertas como que eran simples obviedades. Como primera inquirió el estudiante si era verdad lo de "pan duro, más vale duro que no ninguno". En Maragall ello significa "mejor con España que, guste o no, es el mercado de nuestros fabricados y servicios". Y en la segunda cuestionaba el estudiante si era verdad lo de: "Zapato malo, más vale en el pie que en la mano". Aquí y ahora, simbólicamente, el zapato puede ser la Constitución que, aunque parezca apretar a algunos, vale para recorrer todos juntos el camino. Poner el calzado en la mano equivaldría a manosear partidariamente la Carta Magna, en debate interminable.

Ambas verdades merecieron el pase del escolar a la otra orilla sin pago ni quebranto. La otra orilla de nuestra política es el entendimiento en la unidad y solidaridad. ¿Interesan a Cataluña conductas de enfrentamiento? Aunque extrañe así lo hacen personajes que pasan por cuerdos y, sin embargo, anuncian el incumplimiento de la sentencia del Tribunal Constitucional en caso de ser desfavorable al estatut. O amenazan con la escisión. E incluso habla de autodeterminación un Artur Mas tenido por razonable; para no ser menos que el hoy muy honorable señor Benach, elevado al grado de incompetencia de presidir el Parlamento catalán, quien se anticipó a amenazar con tal exceso. ¿Le recuerdan? Aquel que escuchó la real frase de "hablando se entiende la gente".

Recomiendo a ambos sedicentes políticos releer la Ley Orgánica de dicho Tribunal Constitucional. Su artículo 87 recuerda que "todos los poderes públicos están obligados al cumplimiento de lo que el Tribunal Constitucional resuelva". Cierto que no existe jurisprudencia sobre cómo ejecutar semejante sentencia al ser la primera vez que un estatuto es frontalmente recurrido. Pero por derecho y de hecho es imposible incumplirla. Quizá sea ésta la verdad central o nuclear tenida en cuenta por Maragall al aconsejar el "soportarse educadamente".

Opino que, siendo el estatut una Ley Orgánica, será el Parlamento español el obligado a reformarlo. Y necesariamente en los términos literales que contenga la sentencia del Constitucional. Lo malo es que será competencia del Gobierno redactar el correspondiente proyecto de Ley, con el previsible mirar a otro lado de Zapatero. Y que, cuando se eleve al Congreso, no será recibido con banda de música si por entonces lo sigue dominando el tripartito. Al menos el Parlamento catalán, por imperativo constitucional, no tendrá papel, es decir, vela que llevar en dicho entierro del estatut maximalista. Confiemos, en fin, que el Constitucional no tenga que solicitar auxilio, si hubiera desobediencia, a la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, previo apercibimiento a los responsables por altos que sean.

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