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Bernardo Marqués-Ravelo

La poesía: Un arma peligrosa

Debe haber sido el año de gracia de 1969, porque yo estaba recién salido del ejército —el Servicio Militar Obligatorio—, y acababa de comenzar a hacer mis iniciales pininos en el periodismo, con más entusiasmo que oficio y conciencia.

Era Camagüey —todavía lo es y lo seguirá siendo así hasta el fin—, y el poeta Raúl Rivero estrenaba el premio David para jóvenes creadores, que había ganado meses atrás —en 1968— en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, con un poemario intenso y breve que se llamó y se llama: Papel de hombre.

Yo, que soy un fanático de la poesía (y que padezco todavía por los versos tersos y lúcidos) era entonces corresponsal permanente en esa zona del centro de la isla, de la revista Bohemia, y estaba cazando al poeta para comentar sobre su poemario. Ya nos conocíamos pero sólo nos saludábamos en tercera persona. Entonces me lo encontré acodado a la barra de uno de los bares del hotel donde nos hospedábamos. Era un domingo, temprano y radiante de la primavera —como ahora—, pero desde entonces ha pasado la friolera de casi 35 años. Se dice fácil y más fácil se escribe.

Desde entonces —éramos tan jóvenes— comenzamos a cultivar una fantástica experiencia compartida, que por comodidad llamamos amistad. Que vino a fijarse, con matices de rotundidad en el verano de1973, cuando ambos visitamos por vez liminar la Republica Democrática Alemana, al cubrir periodísticamente la aventura y peripecia del festival mundial de la juventud y los estudiantes.

Desde entonces somos amigos. Me estrené, por cierto, como crítico literario, con uno de sus libros de poemas: Poesía sobre la tierra, un texto intenso y múltiple, que sigue ahí, fresco y actual —aunque tiene fecha de 1981—, señalándonos el camino de la belleza, y la certidumbre de que la conciencia humana es más trascendental y hermosa de lo que se sospecha.

He vivido —desde aquel inicio de nuestra amistad— al lado del poeta sus angustias, sus ternuras, sus miedos, y su capacidad casi extraordinaria para conmovernos... Rivero es un personaje escapado de su propia saga que, por cierto, resulta si bien se mira, deslumbrante. Un hombre intenso, capaz de llorar por un verso, un mal de amores, una flor y otro rosario de cosas trascendentes. Y de hacerle un chiste al más pinto de la paloma. Castro, y su hermano —y cualquiera de sus secuaces, incluidos. Mal enemigo que se han buscado los comunistas con el gordo Rivero. Realmente les tengo lástima. Si no fuera porque me enerva la injusticia y los abusos, no intentaba el comentario.

De modo que voy al grano: A Raúl no lo sorprendieron inspeccionando explosivos tenebrosos. Ni traficando con dólares, putas, niños, amasando proyectiles, granadas y/o cócteles Molotov. Nada de eso. Su casa fue asaltada por las fuerzas del mal —los militares del oprobio—, y después de un minucioso registro lo arrestaron para poco después en un juicio sin apenas posibilidades de defenderse acusarlo de traidor a la patria, terrorista y no sé cuantas estupideces e imbecilidades de ese tipo.
Solamente un personaje tan corroído por el odio, de tan baja catadura moral, un maestro de las infamias, las intrigas y las miserias como Fidel Castro puede atreverse a poner tras los barrotes de las celdas a un poeta de la estatura humana, y de la inigualable inteligencia de Raúl Rivero.

Cuando comenzamos en esto de la disidencia pacifica —Rivero y yo somos firmantes, entre otros, de la entonces famosa Carta de los diez, que firmamos en el verano de 1991— alguna vez me pregunté hasta dónde cada uno podía llegar en esto de la resistencia pacifica. Y me dije que al menos el 50 por ciento de los “complotados” resistiríamos las presiones. No me equivoqué.

Y ahora, en este inicio del siglo, el poeta recibe la más abyecta de las penas: 20 años de privación de libertad por el espantoso delito de pensar. Y de decir lo que piensa. Increíble, pero cierto.

No importa que sea un poeta, un intelectual, que su conducta sea un ejemplo inmaculado de principios y bellezas escogidas. No importa. El tirano ha pedido sangre, y hay que darle su cuota. Cueste lo que cueste. Y pésele al que le pese. ¿Y las voces que alguna vez fueron amigas? Olvidémonos de eso. Para el enemigo, según los credos de Castro, no hay tregua.

Aunque se efectúe ahora, y aquí, una de las más aberrantes injusticias. Y aunque lamentemos en privado las miserias y desmanes que le depara a la patria la personalidad perversa y maligna de Fidel Castro. Y que lo peor de la sociedad tenga un puesto asegurado en la supuesta vanguardia. Pobre Cuba.

Ahora se me hace realidad, una vez más, las palabras de Miguel Ángel Quevedo, el ex director de la revista Bohemia, poco antes de suicidarse: “Todos fuimos culpables. Todos. Por acción u omisión. Viejos y jóvenes. Ricos y pobres. Blancos y negros. Honrados y ladrones. Virtuosos y pecadores”.

Este artículo se publica por gentileza de El Correo de Cuba, donde apareció originalmente.

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