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Bernd Dietz

Pertinacia

Se han consolidado sociedades en las que el embuste, el infantilismo y el abuso descarado se interpretan como manchas, cual descalificaciones letales, que embridan la arrogancia y complican la continuidad impune de los dirigentes felones o ineptos.

Entre nosotros, la pregunta del millón es si las cosas se hacen harto peor que mal por cretinismo sin remedio o por vileza. Y, en el caso de que sea por una armónica combinación de ambas taras, que van amigablemente de la mano en la percepción popular, qué excusa nos resulta más castiza. Por ejemplo, cesar a la directora del CIS cuando emplata guisos que el Gobierno no encuentra suficientemente elaborados. O que el de los papeles para todos diga que Sarkozy tiene razón al expulsar a los gitanos (y la nueva perla que profiera cada mañana suponga una refutación integral de la genialidad que evacuó con estro engolado la jornada anterior, al musitar, la mirada significativamente extraviada, que justo en eso consiste gobernar y demostrar cintura, en hacer con adanismo improvisado un papelón tragicómico). O que se esquilme a los que aún trabajan con esfuerzo para inflar el autoengaño de una economía inviable. O que se alienten separatismos y se paguen chantajes. O que se mine cualquier autoridad legítima no gubernamental. O que se potencien, entre otros parásitos de majestad impostada, los corporativismos mafiosos de sindicatos, oligopolios, partidos, instancias jurisdiccionales y grupos mediáticos. O que tengamos una política exterior que concede generosas facilidades a nuestros adversarios declarados. O que se encadenen medidas para extender todavía más el analfabetismo funcional y la enajenación televisiva. O que artistas e intelectuales, para contar, tengan que acreditar su condición de monicacos. O que se le declare la guerra al pensamiento crítico, la honradez independiente y la creatividad individual. O que se cifren, por añadir un estrambote grotesco acorde con la farsa, esperanzas de regeneración en campeones de la veracidad como Rubalcaba.

Esto no es una disyuntiva entre derechas e izquierdas. Por supuesto que no lo van a leer así los usuarios del sistema, la grey que consume la papilla oficial. Un brebaje que tristemente triunfa por grosera vocación antropológica. Más o menos como si barruntásemos que la única opción existencial reside en jalear al Madrid o al Barcelona, el progreso o a la reacción, el evangelio respectivo e invariablemente soez de tirios o troyanos. A casi nadie parece ocurrírsele que hay vida fuera de la hinchada, de la almoneda de gratificaciones en red. Que la masa social es un juguete en manos de la directiva. Que el forofismo, como cualquier feligresía dotada de un pretexto mitológico y su verborrea salvífica, es otra modalidad más de estabulación. Con base, no sólo en el miedo, sino también, y en especial, en el resentimiento, en el gustazo de humillar al virtuoso, según le reconoció Scheler a Nietzsche, para añadir que su iglesia estaba, naturalmente, libre de ese pecado. Porque el mal anida siempre a extramuros. Los guay, por supuesto, somos nosotros.

En otras partes del exiguo mundo civilizado, esto es constatable igualmente. Pero es patología atávica que se descuenta, y no sólo por parte de la minoría esclarecida, cuando toca reivindicar en serio, ya no la identidad personal o el bienestar de los tuyos, sino al país propio. Por eso, aunque sea lentamente, se han consolidado sociedades en las que el embuste, el infantilismo y el abuso descarado se interpretan como manchas, cual descalificaciones letales, que embridan la arrogancia y complican la continuidad impune de los dirigentes felones o ineptos. No aquí, por el momento. Así nos va. La regeneración no vendrá de arriba. Vendrá sólo de un pueblo que se harte de hacer trampas. Que logre vislumbrar, en su marco cognitivo (cuya configuración se nutre de lo que enseñan las personas públicas y las instituciones), que trae más cuenta ser persona decente que ser pícaro. Que antes que ir de figurín con pies de barro, es preferible ceder el puesto a quien vale más que tú. Que cultura es sabiduría contrastable, un espacio de inteligencia y belleza. Que mejor que resolverlo todo en la trastienda, desde complicidades penosas, habría recompensa y honor consecuente en no transigir con la inmundicia, la idiocia, los sempiternos chanchullos, el son arrullador de la mentira.

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