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Carlos Alberto Montaner

Rebelión anticastrista entre los intelectuales de izquierda

El Ministro cubano de Cultura se llama Abel, Abel Prieto. Los escritores, músicos y pintores, sin embargo, en voz baja lo llaman “Caín”. ¿Por qué? Porque una de sus tareas principales es mantener la férrea disciplina estalinista entre los creadores radicados en Cuba. Es el policía a cargo de patrullar la zona de la cultura. Su papel consiste en perseguir a sus colegas, acosarlos, y mantenerlos permanentemente intimidados. Por ejemplo: mientras escribo estos papeles en mi despacho de Madrid, en La Habana los funcionarios de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, organismo que depende de Abel/Caín, mediante todo género de presiones recaban febrilmente las firmas de sus afiliados para denigrar moralmente al primer poeta de Cuba, Raúl Rivero, y a otros veinticinco periodistas sancionados a muchos años de prisión -28, 27, 20, etc.- hace apenas una semana, acusados de haber escrito crónicas y artículos que se apartan de la versión oficial de la dictadura.

En realidad, las relaciones de la dictadura cubana con los intelectuales han sido siempre tirantes. Fidel Castro nunca se ha sentido a gusto entre cubanos capaces de exhibir cierta capacidad intelectual. Si se repasa la nómina de los fundadores del “Movimiento 26 de julio” enseguida se descubre un total divorcio entre Castro y la intelligentsia de mediados del siglo XX, época en que el comandante barbudo (entonces lampiño) preparaba la insurrección contra Batista. No hay en su entorno ni un escritor, ni un artista plástico, nadie capaz de forjar un análisis coherente de lo que acontece en el país. Todos son “revolucionarios”, palabra que para Castro sólo quiere decir “hombres de acción”, siempre dispuestos apretar el gatillo de una ametralladora o secuestrar a un adversario.

No obstante, ese origen violento y alejado de la cultura, Castro descubrió muy pronto que para desarrollar sus planes de convertir a Cuba en uno de los centros de expansión comunista en el mundo, debía reclutar a un coro de intelectuales amigos que avalaran cuanto acontecía en la Isla y dotaran de respetabilidad lo que no era más que otra satrapía estalinista. Así las cosas, desde los años sesenta comenzó una incesante caravana de centenares de turistas revolucionarios como Sartre, el editor Feltrinelli y Gabriel García Márquez, hasta Saramago, el reciente Premio Nobel portugués, decididos a prestarle a la dictadura el respaldo moral del prestigio que tenían como intelectuales.

Parece, sin embargo, que el viejo romance entre la izquierda intelectual y la dictadura cubana está llegando a su fin. El enérgico rechazo internacional que ha provocado la última ola de arrestos y fusilamientos amenaza con desbaratar para siempre esa zona de influencia lograda por Castro tras muchos años de un tenaz y costoso trabajo diplomático llevado a cabo por sus servicios secretos por medio del “Instituto de Amistad con los Pueblos”, un organismo policiaco copiado del organigrama soviético. El último en darse de baja ha sido Saramago. “Hasta ahí no llego”, ha declarado a la prensa el novelista luso visiblemente indignado con los últimos crímenes de Castro. Su límite fueron estos tres últimos fusilados. Es una lástima que no hubiera advertido que antes de ellos otros dieciocho mil cubanos habían sido ejecutados en los paredones de fusilamiento.


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